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CAPÍTULO I
SOBRE LA
VIDA DEL CRISTIANO.
ARGUMENTOS DE LA ESCRITURA QUE NOS EXHORTAN A ELLA
1.
INTRODUCCIÓN AL "TRATADO DE LA VIDA CRISTIANA",
1 °. MÉTODO DE EXPOSICIÓN
Hemos
dicho que el blanco y fin de la regeneración es que en la vida de los
fieles se vea armonía y acuerdo entre la justicia de Dios y la obediencia de
ellos; y de este modo, ratifiquen la adopción por la cual han sido admitidos en
el número de sus hijos. Y aunque la Ley de Dios contiene en sí aquella novedad
de vida mediante la cual queda restaurada en nosotros la imagen de Dios; sin
embargo como nuestra lentitud y pereza tienen necesidad de muchos estímulos y
empujones para ser más diligente, resultará útil deducir de pasajes diversos de
la Escritura un orden y modo de regular adecuadamente nuestra vida, para que
los que desean sinceramente enmendarse, no se engañen lamentablemente en su
intento.
Ahora bien, al
proponer formar la vida de un cristiano, no ignoro que me meto en un tema
demasiado vasto y complejo, que por su extensión podría llenar un libro
voluminoso, si quisiera tratarlo como merece. Porque bien vemos lo prolijas que
son las exhortaciones de los doctores antiguos, cuando se limitan a tratar de
alguna virtud en particular. Y no porque pequen de habladores; sino porque en
cualquier virtud que uno se proponga alabar y recomendar es tal la abundancia
de materia, que le parecerá que no ha tratado bien de ella, si no dice muchas
cosas en su alabanza.
Sin embargo, mi
intención no es desarrollar de tal manera la instrucción de vida, que trate de
cada una de las virtudes en particular, y hacer un panegírico de cada una de
ellas. Esto puede verse en los libros de otros, principalmente en las homilías
o sermones populares de los doctores antiguos. A mí me basta con exponer un
cierto orden y método mediante el cual el cristiano sea dirigido y encaminado
al verdadero blanco de ordenar convenientemente su vida. Me contentaré, pues,
con señalar en pocas palabras una regla general, a la cual él pueda reducir
todas sus acciones. Quizás en otra ocasión trate más por extenso este tema; (o
puede que lo deje para otros, por no ser yo tan apto para realizarlo. A mí, por
disposición natural, me gusta la brevedad; y puede que si me propusiera
extenderme más, no consiguiera hacerlo debidamente. Aun cuando el modo de
enseñar por extenso fuese más plausible, difícilmente dejaría yo de exponer los
temas con brevedad, como lo hago). Además la obra que tengo entre manos exige
que con la mayor brevedad posible expongamos una doctrina sencilla y clara.
Así como en
filosofía hay ciertos fines de rectitud y honestidad de los cuales se deducen
las obligaciones y deberes particulares de cada virtud, igualmente la Escritura
tiene su manera de proceder en este punto; e incluso afirmo que el orden de la
Escritura es más excelente y cierto, que el de los filósofos. La única
diferencia es que los filósofos, como eran muy ambiciosos, afectaron a
propósito al disponer esta materia, una exquisita perspicuidad y claridad para
demostrar la sutileza de su ingenio. Por el contrario, el Espíritu de Dios,
como, enseñaba sin afectación alguna, no siempre ni tan estrictamente ha
guardado orden ni método; sin embargo, cuando lo emplea nos demuestra que no
lo, debemos menospreciar.
2. DIOS IMPRIME EN NUESTROS CORAZONES EL AMOR DE LA
JUSTICIA:
A. POR SU PROPIA SANTIDAD
El orden de la
Escritura que hemos indicado, consiste principalmente en dos puntos. El primero
es imprimir en nuestros corazones el amor de la justicia, al cual nuestra naturaleza
no nos inclina en absoluto. El otro, proponernos una regla cierta, para que no
andemos vacilantes ni equivoquemos el camino de la Justicia.
Respecto al
primer punto, la Escritura presenta muchas y muy admirables razones para
inclinar nuestro corazón al amor de la justicia. Algunas las hemos ya
mencionado en diversos lugares, y aquí expondremos brevemente otras.
¿Cómo podría
comenzar mejor que advirtiéndonos la necesidad de que seamos santificados,
porque nuestro Dios es santo (Lv. 19, 1-2; 1 Pe. 1, 16)? Porque, como quiera
que andábamos extraviados, como ovejas descarriadas, por el laberinto de este
mundo, ti nos recogió para unirnos consigo. Cuando oímos hablar de la unión de
Dios con nosotros, recordemos que el lazo de la misma es la santidad. No que
vayamos nosotros a Dios por el mérito de nuestra santidad, puesto que
primeramente es necesario que antes de ser santos nos acerquemos a El, para que
derramando su santidad sobre nosotros, podamos seguirle hasta donde dispusiere;
sino porque su misma gloria exige que no tenga familiaridad alguna con la
iniquidad y la inmundicia; hemos de asemejamos a El, porque somos suyos. Por
eso la Escritura nos enseña que la santidad es el fin de nuestra vocación, en
la que siempre debemos tener puestos los ojos, si queremos responder a Dios
cuando nos llama. Porque, ¿para qué sacarnos de la maldad y corrupción del
mundo, en la que estábamos sumidos, si deseamos permanecer encenagados y
revolcándonos en ella toda nuestra vida? Además, nos avisa también que si queremos
ser contados en el número de los hijos de Dios, debemos habitar en la santa
ciudad de Jerusalem (Sal. 24, 3), que ti ha dedicado y consagrado a sí mismo y
no es lícito profanarla con La impureza de los que la habitan. De ahí estas
sentencias: Aquéllos habitarán en el tabernáculo de Jehová, que andan en
integridad y hacen justicia (Sal. 15, 1-2). Porque no conviene que el
santuario, en el que Dios reside, esté lleno de estiércol, como si fuese un
establo.
3. B. POR
NUESTRA REDENCIÓN Y NUESTRA COMUNIÓN CON CRISTO
Y para más
despertarnos, nos muestra la Escritura, que como Dios nos reconcilia consigo en
Cristo, del mismo modo nos ha propuesto en Él una imagen y un dechado, al cual
quiere que nos conformemos (Rom. 6, 4-6.18).
Así pues, los
que creen que solamente los filósofos han tratado como se debe la doctrina
moral, que me muestren una enseñanza respecto a las costumbres, mejor que la
propuesta por la Escritura. Los filósofos cuando pretenden con todo su poder de
persuasión exhortar a los hombres a la virtud, no dicen sino que vivamos de
acuerdo con la naturaleza. En cambio, la Escritura saca sus exhortaciones de la
verdadera fuente, y nos ordena que refiramos a Dios toda nuestra vida, como
autor que es de la misma y del cual está pendiente. Y además, después de
advertirnos que hemos degenerado del verdadero estado original de nuestra
creación, añade que Cristo, por el cual hemos vuelto a la gracia de Dios, nos
ha sido propuesto como dechado, cuya imagen debemos reproducir en nuestra vida.
¿Qué se podría decir más vivo y eficaz que esto? ¿Qué más podría desearse?
Porque si Dios nos adopta por hijos con la condición de que nuestra vida
refleje la de Cristo, fundamento de nuestra adopción, si no nos entregamos a
practicar la justicia, además de demostrar una enorme deslealtad hacia nuestro
Creador, renegamos también de nuestro Salvador.
Por eso la
Escritura, de todos los beneficios de Dios que refiere y de cada una de las
partes de nuestra salvación, toma ocasión para exhortarnos. Así cuando dice que
puesto que Dios se nos ha dado como Padre, merecemos que se nos tache de
ingratos, si por nuestra parte no demostramos también que somos sus hijos (Mal.
1, 6; Ef. 5, 1; 1 Jn. 3, 1). Que habiéndonos limpiado y lavado con su sangre,
comunicándonos por el bautismo esta purificación, no debemos mancillamos con
nuevas manchas (Ef. 5,26; Heb. 10,10; 1 Cor. 5, 11.13; l Pe. 1, 15—19). Que
puesto que nos ha injertado en su cuerpo, debemos poner gran cuidado y
solicitud para no contaminarnos de ningún modo, ya que somos sus miembros (1
Cor. 6,15; Jn. 15,3; Ef. 5,23). Que, siendo Él nuestra Cabeza, que ha subido al
cielo, es necesario que nos despojemos de todos los afectos terrenos para poner
todo nuestro corazón en la vida celestial (Col. 3, 1—2). Que habiéndonos
consagrado el Espíritu Santo como templos de Dios, debemos procurar que su
gloria sea ensalzada por medio de nosotros y guardarnos de no ser profanados
con la suciedad del pecado (1 Cor. 3, 16; 6,1; 2 Cor. 6, 16). Que, ya que
nuestra alma y nuestro cuerpo están destinados a gozar de la incorrupción
celestial y de la inmarcesible corona de la gloria, debemos hacer todo lo
posible para conservar tanto el alma como el cuerpo puros y sin mancha hasta el
día del Señor (1 Tes. 5.23).
He aquí los
verdaderos y propios fundamentos para ordenar debidamente nuestra vida. Es
imposible hallarlos semejantes entre los filósofos, quienes al alabar la virtud
nunca van más allá de la dignidad natural del hombre
4. 2°.
LLAMAMIENTO A LOS FALSOS CRISTIANOS; EL EVANGELIO NO ES UNA DOCTRINA DE MERAS
PALABRAS, SINO DE VIDA
Este es el lugar
adecuado para dirigirme a los que no tienen de Cristo más que un título
exterior, y con ello quieren ya ser tenidos por cristianos. Mas, ¿qué
desvergüenza no es gloriarse del sacrosanto nombre de Cristo, cuando solamente
permanecen con Cristo aquellos que lo han conocido perfectamente por la palabra
del Evangelio? Ahora bien, el Apóstol niega que haya nadie recibido el perfecto
conocimiento de Cristo, sino el que ha aprendido a despojarse del hombre viejo,
que se corrompe, para revestirse del nuevo, que es Cristo (Ef. 4, 20-24).
Se ve pues
claro, que estas gentes afirman falsamente y con gran injuria de Cristo que
poseen el conocimiento del mismo, por más que hablen del Evangelio; porque el
Evangelio no es doctrina de meras palabras, sino de vida, y no se aprende
únicamente con el entendimiento y La memoria, como las otras ciencias, sino que
debe poseerse con el alma, y asentarse en lo profundo del corazón; de otra
manera no se recibe como se debe. Dejen, pues, de gloriarse con gran afrenta de
Dios, de lo que no son; o bien, muestren que de verdad son dignos discípulos de
Cristo, su Maestro.
Hemos concedido
el primer puesto a la doctrina en la que se contiene nuestra religión. La razón
es que ella es el principio de nuestra salvación. Pero es necesario también,
para que nos sea útil y provechosa, que penetre hasta lo más íntimo del
corazón, a fin de que muestre su eficacia a través de nuestra vida, y que nos
trasforme incluso, en su misma naturaleza. Si los filósofos se enojan, y con
razón, y arrojan de su lado con grande ignominia a los que haciendo profesión
del arte que llaman maestra de la vida, la convierten en una simple charla de
sofistas, con cuánta mayor razón no hemos de abominar nosotros de estos
charlatanes, que no saben hacer otra cosa que engañar y se contentan
simplemente con tener el Evangelio en los labios, sin preocuparse para nada de
él en su manera de vivir, dado que la eficacia del Evangelio debería penetrar hasta
los más íntimos afectos del corazón, debería estar arraigada en el alma
infinitamente más que todas las frías exhortaciones de los filósofos, y cambiar
totalmente, al hombre.
5. DEBEMOS
TENDER A LA PERFECCIÓN QUE NOS MANDA DIOS
Yo no exijo que
la vida del cristiano sea un perfecto y puro Evangelio.
Evidentemente
sería de desear que así fuera, y es necesario que el cristiano lo intente. Sin
embargo yo no exijo una perfección evangélica tan severa, que me niegue a
reconocer como cristiano al que no haya llegado aún a ella. Entonces
habría que excluir de la iglesia a todos los hombres del mundo, ya que no hay
uno solo que no esté muy lejos de ella, por más que haya adelantado. Tanto más
cuanto que la mayor parte no están adelantados, y sin embargo no hay razón para
que sean desechados. ¿Qué hacer, entonces?
Evidentemente
debemos poner ante nuestros ojos este blanco, al que han de ir dirigidas todas
nuestras acciones. Hacia él hay que tender y debemos esforzarnos por llegar.
Porque no es lícito que andemos a medias con Dios, haciendo algunas de las
cosas que nos manda en su Palabra, y teniendo en cuenta otras a nuestro
capricho. Pues Él siempre nos recomienda en primer lugar la integridad como
parte principal de su culto, queriendo significar con esa palabra una pura
sinceridad de corazón sin mezcla alguna de engaño y de ficción; a lo cual se
opone la doblez de corazón; como si dijese, qué el principio espiritual de la
rectitud de vida es aplicar el afecto interior del corazón a servir a Dios sin
ficción alguna en santidad y en justicia. Mas, como mientras vivimos en la
cárcel terrena de nuestro cuerpo, ninguno de nosotros tiene fuerzas
suficientes, ni tan buena disposición, que realice esta carrera con la ligereza
que debe, y más bien, la mayor parte es tan débil y tan sin fuerzas, que va
vacilando y como cojeando y apenas avanza, caminemos cada uno según nuestras
pequeñas posibi1idades y no dejemos de proseguir el camino que hemos comenzado.
Nadie avanzará tan pobremente, que por lo menos no gane algo de terreno cada
día.
No dejemos,
pues, de aprovechar continuamente algo en el camino del Señor, y no perdamos el
ánimo ni desmayemos porque aprovechamos poco. Aunque el éxito no corresponda a
nuestros deseos, el trabajo no está perdido si el día de hoy supera al de ayer.
Pongamos los ojos en este blanco con sincera simplicidad y sin engaño alguno, y
procuremos llegar al fin que se nos propone, sin adularnos ni condescender con
nuestros vicios, sino esforzándonos sin cesar en ser cada día mejores hasta que
alcancemos la perfecta bondad que debemos buscar toda nuestra vida. Esa
perfección la conseguiremos cuando, despojados de la debilidad de nuestra
carne, seamos plenamente admitidos en la compañía de Dios.
CAPÍTULO II
LA SUMA
DE LA VIDA CRISTIANA: LA
RENUNCIA A NOSOTROS MISMOS
1. 1°. LA
DOBLE REGLA DE LA VIDA CRISTIANA: NO SOMOS NUESTROS; SOMOS DEL SEÑOR
Pasemos ahora al
segundo punto. Aunque la Ley del Señor, dispone de un método perfectamente
ordenado para la recta instrucción de nuestra vida, sin embargo nuestro buen y
celestial Maestro ha querido formar a los suyos en una regla aún más exquisita
que la contenida en su Ley.
El principio de
esta instrucción es que la obligación de los fieles es ofrecer sus cuerpos a
Dios “en sacrificio vivo, santo, agradable"; y que en esto consiste el
legítimo culto (Rom. 12, 1). De ahí se sigue la exhortación de que no se
conformen a la imagen de este mundo, sino que se transformen renovando su
entendimiento, para que conozcan cuál es la voluntad de Dios. Evidentemente es
un punto trascendental saber que estamos consagradas y dedicados a Dios, a fin
dé que ya no pensemos cosa alguna, ni hablemos, meditemos o hagamos nada que no
sea para su gloria; porque no se pueden aplicar las cosas sagradas a usos
profanos, sin hacer con ello gran injuria a Dios.
Y si nosotros no
somos nuestros, sino del Señor, bien claro se ve de qué debemos huir para
no equivocarnos, y hacia dónde debemos enderezar todo cuanto hacemos. No somos
nuestros; luego, ni nuestra razón, ni nuestra voluntad deben presidir nuestras
resoluciones, ni nuestros actos. No somos nuestros; luego no nos propongamos
como fin buscar lo que le conviene a la carne. No somos nuestros; luego
olvidémonos en lo posible de nosotros mismos y de todas nuestras cosas.
Por el
contrario, somos del Señor, luego, vivamos y muramos para Él. Somos de Dios,
luego que su sabiduría y voluntad reinen en cuanto emprendamos. Somos de Dios;
a Él, pues, dirijamos todos los momentos de nuestra vida, como a único y
legítimo fin. ¡Cuánto ha adelantado el que, comprendiendo que no es dueño de sí
mismo, priva del mando y dirección de sí a su propia razón, para confiarlo al
Señor! Porque la peste más perjudicial y que más arruina a los hombres es la
complacencia en sí mismos y no hacer más que lo que a cada uno le place. Por el
contrario, el único puerto de salvación, el único remedio es que el hombre no
sepa cosa alguna ni quiera nada por sí mismo, sino que siga solamente al Señor,
que va mostrándole el camino (Rom.14, 8).
EL VERDADERO SERVICIO DE DIOS. Por tanto, el
primer paso es que el hombre se aparte de sí mismo, se niegue a sí mismo, para
de esta manera aplicar todas las fuerzas de su entendimiento al servicio de
Dios. Llamo servicio, no solamente al que consiste en obedecer a la Palabra de
Dios, sino a aquél pop el cual el entendimiento del hombre, despojado del
sentimiento de su propia carne, se convierte enteramente y se somete al
Espíritu de Dios, para dejarse guiar por Él.
Esta
transformación a la cual san Pablo llama renovación de la mente (Ef.4, 23), y
que es el primer peldaño de la vida, ninguno de cuantos filósofos han existido
ha llegado a conocerla. Ellos enseñan que sola la razón debe regir y gobernar
al hombre, y piensan que a ella sola se debe escuchar; y por lo tanto, a ella
sola permiten y confían el gobierno del hombre. En cambio, la filosofía
cristiana manda que la razón ceda, se sujete y se deje gobernar por el Espíritu
Santo, para que el hombre no sea ya el que viva, sino que sea Cristo quien viva
y reine en él (Gál.2, 20).
2. DEBEMOS BUSCAR
LA VOLUNTAD Y LA GLORIA DE DIOS
De ahí se sigue
el otro punto que hemos indicado; no procurar lo que nos agrada y complace,
sino lo que le gusta al Señor y sirve para ensalzar su gloria.
La gran manera
de adelantar consiste en que olvidándonos casi de nosotros mismos, o por lo
menos intentando no hacer caso de nuestra razón, procuremos con toda diligencia
servir a Dios y guardar sus mandamientos. Porque al mandarnos la Escritura que
no nos preocupemos de nosotros, no solamente arranca de nuestros corazones la
avaricia, la ambición, y el apetito de honores y dignidades, sino que también
desarraiga la ambición y todo apetito de gloria mundana, y otros defectos
ocultos. Porque es preciso que el cristiano esté fe tal manera dispuesto y
preparado, que comprenda que mientras viva debe entenderse con Dios. Con este
pensamiento, viendo que ha de dar cuenta a Dios de todas sus obras, dirigirá a
Él con gran reverencia todos los designios de su corazón, y los fijará en Él.
Porque el que ha aprendido a poner sus ojos en Dios en todo cuanto hace,
fácilmente aparta su entendimiento de toda idea vana. En esto consiste aquel
negarse a sí mismo que Cristo con tanta diligencia inculca y manda a sus
discípulos (M t. 16, 24), durante su aprendizaje; el cual una vez que ha arraigado
en el corazón, primeramente destruye la soberbia, el amor al Fausto, y la
jactancia; y luego, la avaricia, la intemperancia, la superfluidad, las
delicadezas, y los demás vicios que nacen del amor de nosotros mismos.
Por el
contrario, dondequiera que no reina la negación de nosotros mismos, allí
indudablemente vicios vergonzosos lo manchan todo; y si aún queda algún rastro
de virtud se corrompe con el inmoderado deseo y apetito de gloria. Porque,
mostradme, si podéis, un hombre que gratuitamente se muestre bondadoso con sus
semejantes, si no ha renunciado a sí mismo, conforme al mandamiento del Señor.
Pues todos los que no han tenido este afecto han practicado la virtud par lo
menos para ser alabados. Y entre les filósofos, los que más insistieron en que
la virtud ha de ser apetecida por sí misma, se llenaron de tanta arrogancia,
que bien se ve que desearon tanto la virtud para tener motivo de
ensoberbecerse. Y tan lejos está, Dios de darse por satisfecho con esos
ambiciosos que, según suele decirse, beben los vientos para ser honradas y
estimados del pueblo, o con los orgullosos que presumen de sí mismos, que
afirma que los primeros ya han recibido su salario en esta vida, y los segundos
están más lejos del reino de los cielos que los publicanos y las rameras.
Pero aún no
hemos expuesto completamente cuántos y cuan grandes obstáculos impiden al
hombre dedicarse a obrar bien mientras que no ha renunciado a sí mismo. Pues es
muy verdad aquel dicho antiguo, según el cual en el alma del hombre se oculta
una infinidad de vicios. Y no hay ningún otro remedio, sino renunciar a
nosotros mismos, no hacer caso de nosotros mismos, y elevar nuestro
entendimiento a aquellas cosas que el Señor pide de nosotros, y buscarlas
porque le agradan al Señor.
3. DEBEMOS HUIR
DE LA IMPIEDAD Y LOS DESEOS MUNDANOS
San Pablo
describe en otro lugar concreto, aunque brevemente, todos los elementos para
regular nuestra vida. "La gracia de Dios", dice, "se ha
manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que renunciando a
la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y
piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación
gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo, quien se dio así mismo
por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo
propio, celoso de buenas obras" (Tit. 2, 11-14). Porque después de haber
propuesto la gracia de Dios para animarnos y allanarnos el camino, a fin de que
de veras podamos servir a Dios, suprime dos impedimentos que podrían
grandemente estorbarnos; a saber, la impiedad, a la que naturalmente estamos
muy inclinados; y luego, los deseos mundanos, que se extienden más lejos. Bajo
el nombre de impiedad no solamente incluye las supersticiones, sino también cuanto
es contrario al verdadero temor de Dios. Por deseos mundanos no entiende otra
cosa sino los afectos de la carne. De esta manera nos manda que nos despojemos
de lo que en nosotros es natural por lo que se refiere a ambas partes de la
Ley, y que renunciemos a cuanto nuestra razón y voluntad nos dictan.
DEBEMOS SEGUIR LA SOBRIEDAD, LA JUSTICIA Y LA
PIEDAD. Por lo demás, reduce todas nuestras
acciones a tres miembros o partes: sobriedad, justicia y piedad.
LA
PRIMERA, que es la sobriedad, sin duda significa tanto
castidad y templanza, como un puro y moderado uso de los bienes
temporales, y la paciencia en la pobreza.
LA
SEGUNDA, o sea la justicia,
comprende todos los deberes y obligaciones de la equidad, por la que a cada uno
se da lo que es suyo.
La piedad, que
viene en tercer lugar, nos purifica de todas las manchas del mundo y nos une
con Dios en verdadera santidad.
Cuando estas
tres virtudes están ligadas entre sí con un lazo indisoluble, constituyen la
perfección completa. Pero como no hay cosa más difícil que no hacer caso de
nuestra carne y dominar nuestros apetitos, o por mejor decir, negarlos del
todo, y dedicarnos a servir a Dios y a nuestro prójimo y a meditar en una vida
angélica, mientras vivimos en esta tierra, san Pablo, para librar a nuestro entendimiento
de todos los lazos, nos trae a la memoria la esperanza de la inmortalidad
bienaventurada, advirtiéndonos que no combatimos en vano; porque así como
Cristo se mostró una vez Redentor nuestro, de la misma manera se mostrará en el
último día el fruto y la utilidad de la salvación que nos consiguió. De esta
manera disipa todos los halagos y embaucamientos, que suelen oscurecer nuestra
vista para que no levantemos los ojos de nuestro entendimiento, como conviene,
a contemplar la gloria celestial. Y además nos enseña que debemos pasar por el
mundo como peregrinos, a fin de no perder la herencia del cielo.
4, 2°. LA
RENUNCIA A NOSOTROS MISMOS EN CUANTO HOMBRES: HUMILDAD Y PERDÓN
Vemos, pues, por
estas palabras que el renunciar a nosotros mismos en parte se refiere a los
hombres, y en parte se refiere a Dios; y esto es lo principal.
Cuando la
Escritura nos manda que nos conduzcamos con los hombres de tal manera que los
honremos y los tengamos en más que a nosotros mismos, que nos empleemos, en
cuanto nos fuere posible, en procurar su provecho con toda lealtad (Rom. 12,
10; Flp. 2,3), nos ordena mandamientos y leyes que nuestro entendimiento no es
capaz de comprender, si antes no se vacía de sus sentimientos naturales. Porque
todos nosotros somos tan ciegos y tan embebidos estamos en el amor de nosotros
mismos, que no hay hombre alguno al que no le parezca tener toda la razón del
mundo para ensalzarse sobre los demás y menospreciarlos respecto a si
mismo.
Si Dios nos ha
enriquecido con algún don estimable, al momento nuestro corazón se llena de
soberbia, y nos hinchamos hasta reventar de orgullo. Los vicios de que estamos
llenos los encubrimos con toda diligencia, para que los otros no los conozcan,
y hacemos entender adulándonos, que nuestros defectos son insignificantes y
ligeros; e incluso muchas veces los tenemos por virtudes. En cuanto a los dones
con que el Señor nos ha enriquecido, los tenemos en tanta estima, que los
adoramos, Mas, si vemos estos dones en otros, o incluso mayores, al vernos forzados
a reconocer que nos superan y que hemos de confesar su ventaja, los oscurecemos
y rebajamos cuanto podemos. Por el contrario, si vemos algún vicio en los
demás, no nos contentamos con observarlo con severidad, sino que odiosamente lo
aumentamos.
De ahí nace esa
arrogancia en virtud de la cual cada uno de nosotros, come si estuviese exento
de la condición común y de la ley a la que todos estamos sujetos, quiere ser
tenido en más que los otros, y sin exceptuar a ninguno, menosprecia a todo el
mundo y de nadie hace caso, como si todos fuesen inferiores a él. Es cierto que
los pobres ceden ante los ricos, los plebeyos ante los nobles, los criados ante
los señores, los indoctos ante los sabios; pero no hay nadie que en su interior
no tenga una cierta opinión de que excede a los demás. De este modo cada uno
adulándose a sí mismo, mantiene una especie de reino en su corazón.
Atribuyéndose a sí mismo las cosas que le agradan, juzga y censura el genio y
las costumbres de los demás; y si se llega a la disputa, en seguida deja ver su
veneno. Porque sin duda hay muchos que aparentan mansedumbre y modestia cuando
todo va a su gusto; pero, ¿quién es el que cuando se siente pinchado y
provocado guarda el mismo continente modesto y no pierde la paciencia?
No hay, pues, más
remedio que desarraigar de lo intimo del corazón esta peste infernal de
engrandecerse a si mismo y de amarse desordenadamente, como lo enseña también
la Escritura. Según sus enseñanzas, los dones que Dios nos ha dado hemos de
comprender que no son nuestros, pues son mercedes que gratuitamente Dios nos ha
concedido; y que si alguno se ensoberbece por ellos, demuestra por lo mismo su
ingratitud. “¿Quién te distingue?”, dice san Pablo, “¿o qué tienes que no hayas
recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras
recibido?”. Por otra parte, al reconocer nuestros vicios, deberemos ser
humildes. Con ello no quedará en nosotros nada de que gloriamos; más bien
encontraremos materia para rebajarnos.
Se nos manda
también que todos los bienes de Dios que vemos en los otros los tengamos en tal
estima y aprecio, que por ellos estimemos y honremos a aquellos que los poseen.
Porque seria gran maldad querer despojar a un hombre del honor que Dios le ha
conferido.
En cuanto a sus
faltas se nos manda que las disimulemos y cubramos; y no para mantenerlas con
adulaciones, sino para no insultar ni escarnecer por causa de ellas a quienes
cometen algún error, puesto que debemos amarlos y honrarlos. Por eso no
solamente debemos conducirnos modesta y moderadamente con cuantos tratemos,
sino incluso con dulzura y amistosamente, pues jamás se podrá llegar por otro
camino a la verdadera mansedumbre, sino estando dispuesto de corazón a
rebajarse a sí mismo y a ensalzar a los otros.
5. EL SER
VICIO AL PRÓJIMO EN EL AMOR Y LA COMUNIÓN MUTUAS
Y ¡cuánta
dificultad encierra el cumplimiento de nuestro deber de buscar la utilidad del
prójimo! Ciertamente, si no dejamos a un lado el pensamiento de nosotros
mismos, y nos despojamos de nuestros intereses, no haremos nada en este
aspecto. Porque, ¿cómo llevaremos a cabo las obras que san Pablo nos enseña que
son de caridad, si no hemos renunciado a nosotros mismos para consagrarnos al
servicio de nuestros hermanos? “El amor”, dice, “es sufrido, es benigno; el
amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no es
indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita...” (1 Cor. 13, 4-7). Si solamente
se nos mandase no buscar nuestro provecho, aún entonces no sería poco el
esfuerzo que tendríamos que hacer, pues de tal manera nos lleva nuestra
naturaleza a amarnos a nosotros mismos, que no consiente fácilmente que nos
despreocupemos de nosotros para atender al provecho del prójimo; o por mejor
decir, no nos consiente perder de nuestro derecho para que otros gocen de él.
Sin embargo, la
Escritura, para inducirnos a ello, nos advierte que todos cuantos bienes y
mercedes hemos recibido de Dios, nos han sido entregados con la condición de
que contribuyamos al bien común de la Iglesia; y por tanto, que el uso legitimo
de todos estos bienes lleva consigo comunicarlos amistosa y liberalmente con
nuestro prójimo. Ninguna regla más cierta ni más sólida podía imaginarse para
mantener esta comunicación, que cuando se nos dice que todos los bienes que
tenemos nos los ha dado Dios en depósito, y que los ha puesto en nuestras manos
con la condición de que usemos de ellos en beneficio de nuestros
hermanos.
Y aún va más
allá la Escritura. Compara las gracias y dones de cada uno a las propiedades de
los diversos miembros del cuerpo humano. Ningún miembro tiene su facultad
correspondiente en beneficio suyo, sino para el servicio de los otros miembros,
y no saca de ello más provecho que el general, que repercute en todos los demás
miembros del cuerpo. De esta manera el fiel debe poner al servicio de sus
hermanos todas sus facultades; no pensando en sí mismo, sino buscando el bien
común de la Iglesia (1 Cor. 12, 12). Por tanto, al hacer bien a nuestros
hermanos y mostrarnos humanitarios, tendremos presente esta regla: que de todo
cuanto el Señor nos ha comunicado con lo que podemos ayudar a nuestros
hermanos, somos dispensadores; que estamos obligados a dar cuenta de cómo lo
hemos realizado; que no hay otra manera de dispensar debidamente lo que Dios ha
puesto en nuestras manos, que atenerse a la regla de la caridad. De ahí
resultará que no solamente juntaremos al cuidado de nuestra propia utilidad la
diligencia en hacer bien a nuestro prójimo, sino que incluso, subordinaremos
nuestro provecho al de los demás.
Y para que no
ignorásemos que ésta es la manera de administrar bien todo cuanto el Señor ha
repartido con nosotros, lo recomendó antiguamente al pueblo de Israel aun en
los menores beneficios que le hacía. Porque mandó que se ofreciesen las
primicias de los nuevos frutos (Éx. 22, 29-30; 23,19), para que mediante ellas
el pueblo testimoniase que no era lícito gozar de ninguna clase de bienes,
antes de que le fueran con sagrados. Y si los dones de Dios nos son finalmente
santificados cuando se los hemos ofrecido con nuestras manos, bien claro se ve
que es un abuso intolerable no realizar tal dedicación. Por otra parte, sería
un insensato desvarío pretender enriquecer a Dios mediante la comunicación de
nuestras cosas. Y puesto que, como dice el Profeta, nuestra liberalidad no
puede subir hasta Dios (Sal. 16, 3), esta liberalidad debe ejercitarse con sus
servidores que viven en la tierra. Por este motivo las limosnas son comparadas
a ofrendas sagradas (Heb.13, 16; 2 Cor.9, 5.12), para demostrar que son
ejercicios que ahora corresponden a las antiguas observancias de la Ley.
6. NOS DEBEMOS A TODOS, INCLUSO A NUESTROS ENEMIGOS
Además de esto,
a fin de que no desfallezcamos en hacer el bien – lo que de otra manera
sucedería necesariamente en seguida – debemos recordar lo que luego añade el
Apóstol: "el amor es sufrido, es benigno" (1 Cor. 13, 4). El Señor,
sin excepción alguna, nos manda que hagamos bien a todos, aunque la mayor parte
de ellos son completamente indignos de que se les haga beneficio alguno, si
hubiera que juzgarlos por sus propios méritos. Pero aquí la Escritura nos
presenta una excelente razón, enscn1ándonos que no debemos considerar en los
hombres más que la imagen de Dios, a la cual debemos toda honra y amor; y
singularmente debemos considerarla en los de "la familia de la fe"
(Gál. 6, 10), en cuanto es en ellos renovada y restaurada por el Espíritu de
Cristo.
Por tanto, no
podemos negarnos a prestar ayuda a cualquier hombre que se nos presentare
necesitado de la misma. Responderéis que es un extraño. El Señor mismo ha
impreso en él una marca que nos es familiar, en virtud de la cual nos prohíbe
que menospreciemos a nuestra carne (Is. 58, 7). Diréis que es un hombre
despreciable y de ningún valor. El Señor demuestra que lo ha honrado con su
misma imagen. Si alegáis que no tenéis obligación alguna respecto a él, Dios ha
puesto a este hombre en su lugar, a fin de que reconozcamos, favoreciéndole,
los grandes beneficios que su Dios nos ha otorgado. Replicaréis que este hombre
no merece que nos tomemos el menor trabajo por él; pero la imagen de Dios, que
en él debemos contemplar, y por consideración a la cual hemos de cuidarnos de
él, sí merece que arriesguemos cuanto tenemos y a nosotros mismos. Incluso
cuando él, no solamente no fuese merecedor de beneficio alguno de nuestra
parte, sino que además nos hubiese colmado de injurias y nos hubiera causado
todo el mal posible, ni siquiera esto es razón suficiente para dejar de amarlo
y de hacerle los favores y beneficios que podamos. Y si decimos que ese hombre
no merece más que daño por parte nuestra, ¿qué merece el Señor, que nos manda
perdonar a este hombre todo el daño que nos ha causado, y lo considera como
hecho a sí mismo? (Lc.17, 3; Mt. 6, 14;
18, 35).
En verdad no hay
otro camino para conseguir amar a los que nos aborrecen, devolver bien por mal,
desear toda clase de venturas a quienes hablan mal de nosotros puesto que no
solamente es difícil a la naturaleza humana, sino del todo opuesto a ella, que
recordar que no hemos de pensar en la malicia de los hombres, sino que hemos de
considerar únicamente la imagen de Dios. Ella con su hermosura y dignidad puede
conseguir disipar y borrar todos los vicios que podrían impedirnos amarlos.
7. LA
VERDADERA CARIDAD PROCEDE DEL CORAZÓN.
Así pues, esta
mortificación se verificará en nuestro corazón, cuando hubiéremos conseguido
entera y perfecta caridad. Y la poseerá verdaderamente aquel que no sólo
cumpliere todas las obligaciones de la caridad, sin omitir alguna, sino que
además hiciere cuanto inspira el verdadero y sincero afecto del amor. Porque
puede muy bien suceder que un hombre pague íntegramente cuanto debe a los
demás, por lo que respecta al cumplimiento externo del deber; y sin embargo,
esté muy lejos de cumplido como debe. Porque hay algunos que quieren ser
tenidos por muy liberales, y sin embargo no dan cosa alguna sin echado en cara,
o con la expresión de su cara o con alguna palabra arrogante. Y hemos llegado a
tal grado de desventura en este nuestro desdichado tiempo, que casi la mayor
parte de la gente no sabe hacer una limosna sin afrentar al que la recibe;
perversidad intolerable, incluso entre paganos.
Ahora bien, el
Señor quiere que los cristianos vayan mucho más allá que limitarse a mostrarse
afables, para hacer amable con su dulzura y humanidad el beneficio que se
realiza. Primeramente deben ponerse en lugar de la persona que ven necesitada
de su ayuda y favor; que se conduelan de sus trabajos y necesidades, como si
ellos mismos las experimentasen y padeciesen, y que se sientan movidos a
remediadas con el mismo afecto de misericordia que si fuesen suyas propias. El
que con tal ánimo e intención estuviere dispuesto a ayudar a sus
hermanos, no afeará su liberalidad con ninguna arrogancia o reproche, ni tendrá
en menos al hermano que socorre, por encontrarse necesitado, ni querrá
subyugado como si le estuviera obligado; ni más ni menos que no ofendemos a
ninguno de nuestros miembros cuando están enfermos, sino que todos los demás se
preocupan de su curación; ni se nos ocurre que el miembro enfermo esté
particularmente obligado a los demás, a causa de la molestia que se han tomado
por él. Porque, lo que los miembros se comunican entre sí no se tiene por cosa
gratuita, sino como pago de lo que se debe por ley de naturaleza, y no se
podría negar sin ser tachado de monstruosidad.
De este modo
conseguiremos también no creernos ya libres, y que podemos desentendernos por haber
cumplido alguna vez con nuestro deber, como comúnmente se suele pensar. Porque
el que es rico cree que después de haber dado algo de lo que tiene puede dejar
a los demás las otras cargas, como si él ya hubiera cumplido y pudiera
desentenderse de ellas. Por el contrario, cada uno pensará que de todo cuanto
es, de todo cuanto tiene y cuanto vale es deudor para con su prójimo; y por
tanto, que no debe limitar su obligación de hacerles bien, excepto cuando ya no
le fuere posible y no dispusiere de medios para ello; los cuales, hasta donde
pueden alcanzar, han de someterse a esta ley de la caridad.
8. 3°. LA
RENUNCIA DE NOSOTROS MISMOS RESPECTO A DIOS
Tratemos de
nuevo más por extenso la otra parte de la negación de nosotros mismos, que,
según dijimos, se refiere a Dios. Sería cosa superflua repetir todo cuanto
hemos dicho ya. Bastará ahora con demostrar de qué manera nos lleva a ser
pacientes y mansos.
DEBEMOS SOMETER A ÉL LOS AFECTOS DEL CORAZÓN. En primer lugar,
mientras nosotros buscamos en esta vida la manera de vivir cómoda y
tranquilamente, la Escritura siempre nos induce a que nos entreguemos, nosotros
mismos y cuanto poseemos, a la voluntad de Dios, y nos pongamos en sus manos,
para que Él domine y someta los afectos de nuestro corazón. Respecto a apetecer
crédito y honores, a buscar dignidades, a aumentar las riquezas, a conseguir
todas aquellas vanidades que nos parecen aptas para la pompa y la
magnificencia, tenemos una intemperancia rabiosa y un apetito desmesurado. Por
el contrario, sentimos un miedo exagerado de la pobreza, de la insignificancia
y la ignominia, y las aborrecemos de corazón; y por eso procuramos todos los
medios posibles de 1uir de ellas. Ésta es la razón de la inquietud que llena la
mente de todos aquellos que ordenan su vida de acuerdo con su propio consejo;
de las astucias de que se valen; de todos los procedimientos que cavilan y con
los que se atormentan a fin de llegar a donde su ambición y avaricia los
impulsa, y de esta manera escapar a la pobreza y a su humilde condición.
SÓLO LA BENDICIÓN DEBE BASTARNOS. Por eso
los que temen a Dios, para no enredarse en estos lazos, guardarán las reglas
que siguen: Primeramente no apetecerán ni espetarán, ni intentarán medio alguno
de prosperar, sino por la sola bendición de Dios; y, en consecuencia,
descansarán y confiarán con toda seguridad en ella. Porque, por más que le
parezca a la carne que puede bastarse suficientemente a sí misma, cuando por su
propia industria y esfuerzo aspira a los honores y las riquezas, o cuando se
apoya en su propio esfuerzo, o cuando es ayudada por el favor de los hombres;
sin embargo es evidente que todas estas cosas no son nada, y que de nada sirve
y aprovecha nuestro ingenio, sino en la medida en que el Señor los hiciere
prósperos. Por el contrario, su sola bendición hallará el camino, aun frente a
todos los impedimentos del mundo, para conseguir que cuanto emprendamos tenga
feliz y próspero, suceso.
Además, aun
cuando pudiésemos, sin esta bendición de Dios, adquirir algunos honores y
riquezas, como a diario vemos que los impíos consiguen grandes honores y bienes
de fortuna, como quiera que donde está la maldición de Dios no puede haber una
sola gota de felicidad, todo cuanto alcanzáremos y poseyéremos sin su
bendición, no nos aprovecharía en absoluto. Y, evidentemente, sería un necio
despropósito apetecer lo que nos hará más miserables.
9. LA CERTEZA
DE QUE DIOS BENDICE Y HACE QUE TODO CONCURRA A NUESTRA SALVACIÓN, MODERA TODOS
NUESTROS DESEOS
Por tanto, si
creemos que el único medio de prosperar y de conseguir feliz éxito consiste en
la sola bendición de Dios, y que sin ella nos esperan todas las miserias y
calamidades, sólo queda que desconfiemos de la habilidad y diligencia de
nuestro propio ingenio, que no nos apoyemos en el favor de los hombres, ni
confiemos en la fortuna, ni aspiremos codiciosamente a los honores y riquezas;
al contrario, que tengamos de continuo nuestros ojos puestos en Dios, a fin de
que, guiados por Él, lleguemos al estado y condición que tuviere a bien
concedernos. De ahí se seguirá que no procuraremos por medios ilícitos, ni con
engaños, malas artes o violencias y con daño del prójimo, conseguir riquezas,
ni aspirar a los honores y dignidades de los demás; sino que únicamente
buscaremos las riquezas que no nos apartan de la conciencia. Porque, ¿quién
puede esperar el favor de la bendición de Dios, para cometer engaños, rapiñas y
otras injusticias? Como quiera que ella no ayuda más que a los limpios de
corazón y a los que cuidan de hacer el bien, el hombre que la desea debe
apartarse de toda maldad y mal pensamiento..
Además, ella nos
servirá de freno, para que no nos abrasemos en la codicia desordenada de
enriquecernos, y para que no anhelemos ambiciosamente honores y dignidades.
Porque, ¿con qué desvergüenza confiará uno en que Dios le va a ayudar y asistir
para conseguir lo que desea, contra su propia Palabra? ¡Lejos de Dios que lo
que Él con su propia boca maldice, lo haga prosperar con la asistencia de su
bendición!
Finalmente,
cuando las cosas no sucedan conforme a nuestros deseos y esperanzas, esta
consideración impedirá que caigamos en la impaciencia, y que maldigamos del
estado y condición en que nos encontramos, por miserable que sea. Ello sería
murmurar contra Dios, por cuyo arbitrio y voluntad son dispensadas las riquezas
y la pobreza, las humillaciones y los honores.
En suma, todo
aquel que descansare en la bendición de Dios, según se ha expuesto, no aspirará
por malos medios ni por malas artes a ninguna de cuantas cosas suelen los
hombres apetecer desenfrenadamente, ya que tales medios no le servirían de
nada.
Si alguna cosa
le sucediera felizmente, no la atribuirá a sí mismo, a su diligencia, habilidad
y buena fortuna, sino que reconocerá a Dios como autor y a Él se lo agradecerá.
Por otra parte,
si ve que otros florecen, que sus negocios van de bien en mejor, y en cambio
sus propios asuntos no prosperan, o incluso van a menos, no por ello dejará de
sobrellevar pacientemente su pobreza, y con más moderación que lo haría un
infiel que no consiguiera las riquezas que deseaba. Porque el creyente tendría
un motivo de consuelo, mayor que el que pudiera ofrecerle toda la abundancia y
el poder del mundo reunidos, al considerar que Dios ordena y dirige las cosas
del modo que conviene a su salvación. Y así vemos que David, penetrado de este
sentimiento, mientras sigue a Dios y se deja dirigir por El, afirma que es
“como un niño destetado de su madre”, y que no ha andado “en grandezas ni en
cosas demasiado sublimes” (Sal. 131, 2. 1).
10. LA
ABNEGACIÓN NOS PERMITE ACEPTAR TODAS LAS PRUEBAS
Más, no
solamente conviene que los fieles guarden esta moderación y paciencia respecto
a esta materia, sino que es necesario que la hagan extensiva a todos los
acontecimientos que pueden presentarse en esta vida. Por ello, nadie ha
renunciado a si mismo como debe, sino el que tan totalmente se ha puesto en las
manos del Señor, que voluntariamente consiente en que toda su vida sea
gobernada por la voluntad y el beneplácito de Dios. Quien esté animado de esta
disposición, suceda lo que suceda y vayan las cosas como fueren, jamás se
considerará desventurado, ni se quejará contra Dios de su suerte y
fortuna.
Cuán necesario
sea este sentimiento, se ye claro considerando a cuántas cosas estamos expuestos.
Mil clases de enfermedades nos molestan a diario. Ora nos persigue la peste,
ora la guerra; ya el granizo y las heladas nos traen la esterilidad, y con ella
la amenaza de la necesidad; bien la muerte nos arrebata a la mujer, los padres,
los hijos, los parientes; otras veces el fuego nos deja sin hogar. Estas cosas
hacen que el hombre maldiga la vida, que deteste el día en que nació, que
aborrezca el cielo y su claridad, que murmure contra Dios y, conforme a su
elocuencia en blasfemar, le acuse de inicuo y cruel.
Por el
contrario, el hombre fiel contempla, aun en estas cosas, la clemencia de Dios y
ye en ellas un regalo verdaderamente paternal. Aunque vea su casa desolada por
la muerte de sus parientes, no por eso dejará de bendecir al Señor; más bien se
hará la consideración de que la gracia del Señor que habita en su casa, no la
dejará desolada. Sea que vea sus cosechas destruidas por las heladas o por el granizo,
y con ello la amenaza del hambre, aun así no desfallecerá ni se quejará contra
Dios; más bien permanecerá firme en su confianza, diciendo: A pesar de todo
estamos bajo la protección del Señor y somos ovejas apacentadas en sus pastos
(Sal. 79, 12); El nos dará el sustento preciso, por extrema que sea la
necesidad. Sea que le oprima la enfermedad, tampoco la vehemencia del dolor
quebrantará su voluntad, hasta llevarle a la desesperación y a quejarse por
ello de Dios; .sino que viendo su justicia y benignidad en el castigo que le
envía, se esforzará por tener paciencia. En fin, cualquier cosa que le
aconteciere sabe que así ha sido ordenada por la mano de Dios, y la recibirá
con el corazón en paz, sin resistir obstinadamente al mandamiento de Aquel en
cuyas manos se puso una vez a si mismo y cuanto tenía.
No quiera Dios
que se apodere del cristiano aquella loca e infeliz manera de consolarse de los
gentiles que, para sufrir con buen ánimo las adversidades, las atribulan a la
fortuna, pareciéndoles una locura enojarse contra ella, por ser ciega y
caprichosa, y que sin distinción alguna hería tanto a buenos como a malos. Por
el contrario, la regla del temor de Dios nos dicta que sólo la mano de Dios es
quien dirige y modera lo que llamamos buena o mala fortuna; y que Su mano no
actúa por un impulso irracional, sino que de acuerdo con una justicia
perfectamente ordenada dispensa tanto el bien como el mal.
CAPÍTULO III
SUFRIR
PACIENTEMENTE LA CRUZ ES UNA PARTE DE LA NEGACION DE NOSOTROS MISMOS
1. 1°.
NECESIDAD DE LA CRUZ. TODO CRISTIANO DEBE LLEVAR SU CRUZ EN UNIÓN DEL SEÑOR
Es necesario
además, que el entendimiento del hombre fiel se eleve más alto aún, hasta donde
Cristo invita a sus discípulos a que cada uno lleve su cruz (Mt. 16,24). Porque
todos aquellos a quienes el Señor ha adoptado y recibido en el número de sus
hijos, deben prepararse a una vida dura, trabajosa, y llena de toda clase de
males. Porque la voluntad del Padre es ejercitar de esta manera a los suyos,
para ponerlos a prueba. Así se conduce con todos, comenzando por Jesucristo, su
primogénito. Porque, aunque era su Hijo muy amado, en quien tenla toda su
complacencia (Mt.3,l7; 17,5), vemos que no le trató con miramientos ni regalo;
de modo que con toda verdad se puede decir que no solamente paso toda su vida
en una perpetua cruz y aflicción, sino que toda ella no fue sino una especie de
cruz continua. El Apóstol nos da la razón, al decir que convino que por lo que
padeció aprendiese obediencia (Heb. 5,8). ¿Cómo, pues, nos eximiremos a
nosotros mismos de la condición y suerte a la que Cristo, nuestra Cabeza, tuvo
necesariamente que someterse, principalmente cuando El se sometió por causa
nuestra, para dejarnos en sí mismo un dechado de paciencia? Por esto el Apóstol
enseña que Dios ha señalado como meta de todos sus hijos el ser semejantes a
Cristo (Rom. 8,29).
De aquí procede
el singular consuelo de que al sufrir nosotros cosas duras y difíciles, que
suelen llamarse adversas y malas, comuniquemos con la cruz de Cristo; y así
como El entró en su gloria celestial a través de un laberinto interminable de
males, de la misma manera lleguemos nosotros a ella a través de numerosas
tribulaciones (Hch. 14,22). Y el mismo Apóstol habla en otro lugar de esta
manera: que cuando aprendemos a participar de las aflicciones de Cristo,
aprendemos juntamente la potencia de su resurrección; y que cuando somos hechos
semejantes a su muerte, nos preparamos de este modo para hacerle compañía en su
gloriosa eternidad (Flp. 3, 10). ¡Cuán grande eficacia tiene para mitigar toda
la amargura de la cruz saber que cuanto, mayores son las adversidades de que
nos vemos afligidos, tanto más firme es la certeza de nuestra comunión con
Cristo, mediante la cual las mismas aflicciones se convierten en bendición y
nos ayudan lo indecible a adelantar en nuestra salvación!
2. POR LA CRUZ
NOS SITUAMOS PLENAMENTE EN LA GRACIA DE DIOS
Además, nuestro
Señor Jesucristo no tuvo necesidad alguna de llevar fa cruz y de padecer
tribulaciones, sino para demostrar su obediencia al Padre; en cambio a nosotros
nos es muy necesario por una multitud de razones vivir en una perpetua cruz.
Primeramente,
como quiera que estamos tan inclinados, en virtud de nuestra misma naturaleza,
a ensalzarnos y atribuirnos la gloria a nosotros mismos, si no se nos muestra
de manera irrefutable nuestra debilidad, fácilmente tenemos nuestra fortaleza
en mucha mayor estima de la debida, y no dudamos, suceda lo que suceda, de que
nuestra carne ha de permanecer invencible e integra frente a todas las
dificultades. Y de ahí procede la necia y yana confianza en la carne, apoyados
en la cual nos dejamos llevar del orgullo frente a Dios, como si nuestras
facultades nos bastasen sin su gracia.
El mejor medio
de que puede servirse El para abatir esta nuestra arrogancia es demostrarnos
palpablemente cuánta es nuestra fragilidad y debilidad. Y por eso nos aflige
con afrentas, con la pobreza, con la pérdida de parientes y amigos, con
enfermedades y otros males, bajo cuyos golpes al momento desfallecemos; por lo
que a nosotros respecta, porque carecemos de fuerza para sufrirlos. Al vernos
de esta manera abatidos, aprendemos a implorar su virtud y potencia, Única
capaz de mantenernos firmes y de hacer que no sucumbamos bajo el peso de las
aflicciones.
Aun los más
santos, aunque comprenden que se mantienen en pie por la gracia de Dios y no
por sus propias fuerzas, sin embargo confían mucho más de lo conveniente en su
fortaleza y constancia, si no fuera porque el Señor, probándolos con su cruz,
los induce a un conocimiento más profundo de si mismos. Y así como ellos se
adulaban, cuando todas las cosas les iban bien, concibiendo una opinión de
grande constancia y paciencia, después, al verse agitados por las
tribulaciones, se dan cuenta de que todo ello no era sino hipocresía.
Esta presunción
asaltó al mismo David, como él mismo lo confiesa:
“En mi
prosperidad dije yo: No seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor
me afirmaste como un monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui conturbado” (Sal.
30,6-7). Confiesa que sus sentidos quedaron como atontados por la prosperidad,
hasta el punto de no hacer caso alguno de la gracia de Dios, de la cual debía
estar pendiente, y confiar en si mismo, prometiéndose una tranquilidad
permanente. Si tal cosa aconteció a tan gran profeta como David, ¿quién de
nosotros no temerá y estará vigilante?
He ahí cómo los
santos, advertidos de su debilidad con tales experiencias, aprovechan en la
humildad, para despojarse de la indebida confianza en su carne, y acogerse a la
gracia de Dios. Y cuando se han acogido a ella, experimentan y sienten la
presencia de su virtud divina, en la cual encuentran suficiente
fortaleza.
3. 2°.
UTILIDAD DE NUESTRA CRUZ, A. ENGENDRA LA HUMILDAD Y LA ESPERANZA
Esto es lo que
san Pablo enseña diciendo que “las tribulación engendra la paciencia, y la
paciencia prueba” (Rom. 5,3-4). Porque al prometer el Señor a sus fieles que
les asistirá en las tribulaciones, ellos experimentan la verdad de su promesa,
cuando fortalecidos con su mano perseveran en la paciencia; lo cual de ningún
modo podrían hacer con sus fuerzas. Y así la paciencia sirve a los santos de
prueba de que Dios les da verdaderamente el socorro que les ha prometido,
cuando lo necesitan. Con ello se confirma su esperanza, porque sería excesiva
ingratitud no esperar en lo porvenir las verdaderas promesas de Dios, de cuya
constancia y firmeza ya tienen experiencia.
Vemos, pues,
cuántos bienes surgen de la cruz como de golpe. Ella destruye en nosotros la
falsa opinión que naturalmente concebimos de nuestra propia virtud, descubre la
hipocresía que nos engañaba con sus adulaciones, arroja de nosotros la
confianza y presunción de la carne, que tan nociva nos era, y después de
humillarnos de esta manera, nos enseña a poner toda nuestra confianza solamente
en Dios, quien, como verdadero fundamento nuestro, no deja que nos veamos
oprimidos ni desfallezcamos. De esta victoria se sigue la esperanza, en cuanto
que el Señor, al cumplir sus promesas, establece su verdad para el
futuro.
Ciertamente,
aunque no hubiese más razones que éstas, claramente se ve cuán necesario nos es
el ejercicio de la cruz. Porque no es cosa de poca importancia que el ciego
amor de nosotros mismos sea desarraigado de nuestro corazón, y así reconozcamos
nuestra propia debilidad; y que la sintamos, para aprender a desconfiar de
nosotros mismos, y así poner toda nuestra confianza en Dios, apoyándonos con
todo el corazón en Él para que fiados en su favor perseveremos victoriosos
hasta el fin; y perseveremos en su gracia, para comprender que es fiel en sus
promesas; y tengamos como ciertas estas promesas, para que con ello se confirme
nuestra esperanza.
4. B. LA CRUZ
NOS EJERCITA POR LA PACIENCIA Y LA OBEDIENCIA
El Señor
persigue aún otro fin al afligir a los suyos, a saber, probar su paciencia y
enseñarles a ser obedientes. No que puedan darle otra obediencia sino la que El
les ha concedido; pero quiere mostrar de esta manera con admirables testimonios
las gracias e ilustres dones que ha otorgado a sus fieles, para que no
permanezcan ociosos y como arrinconados. Por eso cuando hace pública la virtud
y constancia de que ha dotado a sus servidores, se dice que prueba su
paciencia. De ahí expresiones como que tentó Dios a Abraham; y que probó su
piedad, porque no rehusó sacrificarle su propio y único hijo (Gn. 22, 1-12),
Por esto san Pedro enseña que nuestra fe no es menos probada por la
tribulación, que el oro lo es por el fuego en el horno (1 Pe. 1,7).
¿Y quién se
atreverá a decir que no conviene que un don tan excelente como el de la
paciencia, lo comunique el Señor a los suyos, y sea ejercitado y salga a luz
para que a todos se haga evidente y notorio? De otra manera jamás los hombres
lo tendrían en la estima y aprecio que se merece. Y si Dios tiene justa razón
para dar materia y ocasión de ejercitar las virtudes de que ha dotado a los
suyos, a fin de que no permanezcan arrinconadas y se pierdan sin provecho
alguno, vemos que no sin motivo les envía las aflicciones, sin las cuales la
paciencia de ellos seria de ningún valor.
Afirmo también
que con la cruz son enseñados a obedecer; porque de este modo aprenden a vivir,
no conforme a su capricho, sino de acuerdo con la voluntad de Dios.
Evidentemente, si todas las cosas les sucedieran a su gusto, no sabrían lo que
es seguir a Dios. Y Séneca, filósofo pagano, afirma que ya antiguamente, cuando
se quería exhortar a otro a que sufriese pacientemente las adversidades, era
proverbial decirle: Es menester seguir a Dios; queriendo decir que el hombre de
veras se somete al yugo de Dios, cuando se deja castigar, y voluntariamente
presenta la espalda a los azotes. Y si es cosa justísima que obedezcamos en
todo a nuestro Padre celestial, no debemos negarnos a que nos acostumbre por
todos los medios posibles a obedecerle.
5. C. ES UN
REMEDIO EN VISTA DE LA SALVACIÓN, CONTRA LA INTEMPERANCIA DE LA CARNE
Sin embargo, no
comprenderíamos aún cuán necesaria nos es esta obediencia, si no consideramos a
la vez cuán grande es la intemperancia de nuestra carne para arrojar de
nosotros el yugo del Señor, tan pronto como se ve tratada con un poco más de
delicadeza y regalo. Le acontece lo mismo que a los caballos briosos y obstinados,
que después de que los han tenido en las caballerizas ociosos ,y bien cuidados,
se hacen tan bravos y tan feroces que no los pueden domar, ni consienten que
nadie los monte, cuando antes se dejaban fácilmente dominar. La queja del Señor
respecto al pueblo de Israel, se ve perpetuamente en nosotros: que habiendo
engordado damos coces contra el Señor que nos ha mantenido y sustentado (Dt.
32, 15). La liberalidad y la magnificencia de Dios debería inducirnos a
considerar y amar su bondad; pero es tan grande nuestra maldad, que en vez de
ello nos pervertimos continuamente con su dulzura y trato amoroso; por eso es
necesario que nos tire de las riendas, para de esta manera mantenernos en la
disciplina, no sea que nos desboquemos y lleguemos a perder del todo el respeto
debido.
Por esta razón,
para que no nos hagamos más orgullosos con la excesiva abundancia de riquezas,
para que no nos ensoberbezcamos con los honores y dignidades, y para que los
demás bienes del alma, del cuerpo y de la fortuna — como suelen llamarlos — no
nos engrían, el Señor nos sale al paso dominando y refrenando con el remedio de
la cruz la insolencia de nuestra carne. Y esto lo verifica de muchas maneras,
según Él ve que es más conveniente para cada uno de nosotros. Porque unos no
están tan enfermos como los otros; ni tampoco todos padecemos la misma
enfermedad; y por eso es menester que no seamos curados de la misma manera.
Ésta es la razón de por qué el Señor con unos emplea un género de cruces, y
otro con otros. Y como nuestro médico celestial quiere curar a todos, con unos
usa medicinas más suaves, y a otros los cura con remedios más ásperos; pero no
exceptúa a nadie, pues sabe que todos están enfermos.
6. D. POR LA
CRUZ DIOS CORRIGE NUESTRAS FALTAS Y NOS RETIENE EN LA OBEDIENCIA
Además nuestro
clementísimo Padre no solamente tiene necesidad de prevenir nuestra enfermedad,
sino que también muchas veces ha de corregir nuestras Caltas pasadas, para
mantenernos en la verdadera obediencia. Por eso siempre que nos vemos
afligidos, siempre que nos sobreviene alguna nueva calamidad, debemos recordar
en seguida nuestra vida pasada. De esa manera veremos sin duda que hemos
cometido algo que merece ser castigado; aunque la verdad es que el conocimiento
del pecado no debe ser la fuente principal para inducirnos a ser pacientes. La
Escritura nos pone en las manos otra consideración sin comparación más
excelente, al decir que “somos castigados por el Señor, para que no seamos
condenados con el mundo” (1 Cor. 11,32).
E. TODA CRUZ NOS ATESTIGUA EL INMUTABLE AMOR DE
DIOS. Debemos, por tanto, reconocer la clemencia de
nuestro Padre para con nosotros, aun en la misma amargura de las tribulaciones,
pues incluso entonces Él no deja de preocuparse por nuestra salvación. Porque
Él nos aflige, no para destruirnos, sino más bien para librarnos de la
condenación de este mundo. Esta consideración nos llevará a lo que la misma
Escritura dice en otro lugar: “No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová,
ni te fatigues de su corrección; porque Jehová al que ama castiga, como el
padre al hijo a quien quiere” (Prov. 3, 11-12). Al oír que los castigos de Dios
son castigos de padre, ¿no debemos mostrarnos hijos obedientes y dóciles, en
vez de imitar con nuestra resistencia a los desesperados, los cuales se han endurecido
en sus malas obras? Perderíamos al Señor, si cuando faltamos, Él no nos
atrajese a si con sus correcciones. Por eso con toda razón dice que somos hijos
bastardos y no legítimos, si vivimos sin disciplina (Heb. 12,8). Somos, pues,
muy perversos si cuando nos muestra su buena voluntad y el gran cuidado que se
toma por nosotros, no lo queremos soportar.
La Escritura
enseña que la diferencia entre los fieles y los infieles está en que éstos,
como los antiguos esclavos de perversa naturaleza, no hacen sino empeorar con
iris azotes; en cambio los fieles, como hijos nobles, bien nacidos y educados,
aprovechan para enmendarse. Escoged, pues, ahora a qué número deseáis
pertenecer. Pero como ya he tratado en otro lugar de esto, me contentaré
solamente con lo que he expuesto.
7. 3º. LA
CONSOLACIÓN DE SER PERSEGUIDO POR CAUSA DE LA JUSTICIA
Sin embargo es
un gran consuelo padecer persecución por la justicia. Entonces debemos
acordarnos del honor que nos hace el Señor al conferirnos las insignias de los
que pelean bajo su bandera.
Llamo padecer
persecución por la justicia no solamente a la que se padece por el Evangelio,
sino también a la que se sufre por mantener cualquier otra causa justa. Sea por
mantener la verdad de Dios contra las mentiras de Satanás, o por tomar la
defensa de los buenos y de los inocentes contra los malos y perversos, para que
no sean víctima de ninguna injusticia, en cualquier caso incurriremos en el
odio e indignación del mundo, por lo que pondremos en peligro nuestra vida,
nuestros bienes o nuestro honor. No llevemos a mal, ni nos juzguemos
desgraciados por llegar hasta ese extremo en el servicio del Señor, puesto que
Él mismo ha declarado que somos bienaventurados (Mt. 5, 10).
Es verdad que la
pobreza en sí misma considerada es una miseria; y lo mismo el destierro, los
menosprecios, la cárcel, las afrentas; y, finalmente, la muerte es la suprema
desgracia. Pero cuando se nos muestra el favor de Dios, no hay ninguna de estas
cosas que no se convierta en un gran bien y en nuestra felicidad.
Prefiramos,
pues, el testimonio de Cristo a una falsa opinión de nuestra carne. De esta
manera nosotros, a ejemplo de los apóstoles, nos sentiremos gozosos “de haber
sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (de Cristo)”
(Hch. 5,41). Si siendo inocentes y teniendo la conciencia tranquila, somos
despojados de nuestros bienes y de nuestra hacienda por la perversidad de los
impíos, aunque ante los ojos de los hombres somos reducidos a la pobreza, ante
Dios nuestras riquezas aumentan en el cielo. Si somos arrojados de nuestra casa
y desterrados de nuestra patria, tanto más somos admitidos en la familia del
Señor, nuestro Dios. Si nos acosan y menosprecian, tanto más echamos raíces en
Cristo. Si nos afrentan y nos injurian, tanto más somos ensalzados en el reino
de Dios. Si nos dan muerte, de este modo se nos abre la puerta para entrar en
la vida bienaventurada. Avergoncémonos, pues, de no estimar lo que el Señor
tiene en tanto, como si fuera inferior a los vanos deleites de la vida presente,
que al momento se esfuman como el humo.
8. LA
CONSOLACIÓN ESPIRITUAL SUPERA TODA TRISTEZA Y DOLOR
Y ya que la
Escritura nos consuela suficientemente con todas estas exhortaciones en las
afrentas y calamidades que padecemos, seríamos muy ingratos si no las
aceptáramos voluntariamente y de buen ánimo de la mano del Señor. Especialmente
porque esta clase de cruz es particularmente propia de los fieles, y por ella
quiere Cristo ser glorificado en ellos, como dice san Pedro (1 Pe.4, 13-14).
Mas como resulta a todo espíritu elevado y digno más grave y duro sufrir una
injuria que padecer mil muertes, expresamente nos avisa san Pablo de que, no
solamente nos están preparadas persecuciones, sino también afrentas, por tener
nuestra esperanza puesta en el Dios vivo (1 Tim. 4, 10). Y en otro lugar nos
manda que, a su ejemplo, caminemos “por mala fama y por buena fama” (2 Cor. 6, 8).
Tampoco se nos
exige una alegría que suprima en nosotros todo sentimiento de amargura y de
dolor; de otra manera, la paciencia que los santos tienen en la cruz no tendría
valor alguno si no les atormentase el dolor, y no experimentasen angustia ante
las persecuciones. Si la pobreza no fuese áspera y molesta, si no sintiesen
dolor alguno en la enfermedad, si no les punzasen las afrentas, si la muerte no
les causara horror alguno, ¿qué fortaleza o moderación habría en menospreciar
todas estas cosas y no hacer caso alguno de ellas? Pero sÍ cada una esconde
dentro de si Cierta amargura, con la que naturalmente punza nuestro corazón,
entonces se muestra la fortaleza del fiel, que al verse tentado por semejante
amargura, por más que sufra intensamente, resistiendo varonilmente acaba por
vencer, En esto se muestra la paciencia, pues al verse estimulado por ese
sentimiento, no obstante se refrena con el temor de Dios, para no consentir en
ningún exceso. En esto se ve su alegría, pues herido por la tristeza y el
dolor, a pesar de ello se tranquiliza con el consuelo espiritual de Dios.
9. 4. EL
CRISTIANO BAJO LA CRUZ NO ES UN ESTOICO
Este combate que
los fieles sostienen contra el sentimiento natural del dolor, mientras se
ejercitan en la paciencia y en la moderación, lo describe admirablemente el
Apóstol: “Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no
desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos”
(2 Cor. 4, 8-9).
Vemos aquí cómo
sufrir la cruz con paciencia no es volverse insensible. ni carecer de dolor
alguno; como los estoicos antiguamente describieron, sin razón, como hombre
magnánimo al que, despojado de su humanidad, no se sintiera conmovido por la
adversidad más que por la prosperidad, ni por las cosas tristes más que por las
alegres; o por mejor decir, que nada le conmoviera, como si fuese una piedra.
¿De qué Les sirvió esta sabiduría tan sublime? Realmente pintaron una imagen de
la paciencia, cual jamás se vio ni puede ser encontrada entre los hombres. Más
bien, persiguiendo una paciencia tan perfecta, privaron a los hombres de
ella.
También hoy en
día existen entre los cristianos nuevos estoicos, que reputan por falta grave,
no solamente gemir y llorar, sino incluso entristecerse y estar acongojado.
Estas extrañas opiniones proceden casi siempre de gentes ociosas, que más bien
se ejercitan en especular que en poner las ideas en práctica, y no son capaces
más que de producir fantasías.
EL EJEMPLO DE CRISTO. Por lo que a nosotros respecta, nada tenemos que ver
con esta rigurosa filosofía, condenada por nuestro Señor y Maestro, no
solamente con su palabra, sino también con su ejemplo. Porque Él gimió y lloró
por sus propios dolores y por los de los demás. Y no enseñó otra cosa a sus
discípulos, sino esto mismo. “Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo
se alegrará” (Jn. 16,20). Y para que nadie atribuyese esto a defecto, Él mismo
declara: “Bienaventurados los que lloran” (Mt. 5,4). No hay por qué
maravillarse de esto; porque si se condena toda clase de lágrimas, ¿qué
juzgaremos de nuestro Señor, de cuyo cuerpo brotaron lágrimas de sangre (Lc.
22,44)? Si hubiésemos de tener como infidelidad todo género de temor, ¿qué
decir de aquel horror que se apoderó del mismo Señor? Si no es admisible
ninguna clase de tristeza, ¿cómo aprobar lo que Él confiesa al manifestar: “Mi
alma está muy triste, hasta la muerte” (Mt. 26,38)?
10. PACIENCIA
Y CONSTANCIA CRISTIANAS. GOZOSO CONSENTIMIENTO A LA VOLUNTAD DE DIOS
He querido decir
estas cosas para apartar a los espíritus piadosos de la desesperación y que no
abandonen el ejercicio de la paciencia, por ver que no pueden desnudarse del
afecto y pasión natural del dolor. Esto es imposible que no acontezca a todos
aquellos que convierten la paciencia en insensibilidad, y confunden un hombre
fuerte y constante con un tronco. La Escritura alaba la tolerancia y la
paciencia en los santos, cuando de tal manera se ven afligidos con la dureza de
las adversidades, que no desmayan ni desfallecen; cuando de tal manera los
atormenta la amargura, que no obstante disfrutan a la vez de un gozo
espiritual: cuando la angustia los oprime de tal forma que, a pesar de ello, no
dejan de respirar, alegres por la consolación divina. La repugnancia se apodera
de sus corazones, porque el sentimiento de la naturaleza huye y siente horror
de todo aquello que le es contrario; pero de otro lado, el temor de Dios,
incluso a través de estas dificultades, los impulsa a obedecer a la voluntad de
Dios.
Esta repugnancia
y contradicción la dio a entender el Señor, cuando habló así a Pedro: “Cuando
eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, te
ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras” (Jn. 21, 18). No es de creer que
Pedro, que había de glorificar a Dios con su muerte, se haya visto abocado a
ello a la fuerza y contra su voluntad. De ser así, no se alabaría tanto su
martirio. Sin embargo, por más que obedeciese con un corazón alegre y
libremente a lo que Dios le ordenaba, como aún no se había despojado de su
humanidad, se encontraba como dividido en dos voluntades. Porque cuando él
consideraba en si mismo aquella muerte cruel que había de padecer, lleno de horror
sentía naturalmente el deseo de escapar de ella. Por otra parte, como quiera
que era la voluntad de Dios lo que le llamaba a este género de muerte,
superando y poniendo bajo sus pies el temor voluntariamente y lleno de alegría
se ofrecía a ello.
Debemos, pues,
procurar, si deseamos ser discípulos de Cristo, que nuestro corazón esté lleno
de tal obediencia y reverencia de Dios, que sea suficiente para dominar y
subyugar todos los afectos contrarios a Él. Así, en cualquier tribulación en
que nos encontremos, aunque sea en la mayor angustia del mundo, no dejaremos a
pesar de todo de mantenernos dentro de la paciencia. Las adversidades siempre
nos resultarán ásperas y dolorosas. Así, cuando la enfermedad nos aflija,
gemiremos y nos inquietaremos y desearemos estar sanos; cuando nos oprimiere la
necesidad, sentiremos el aguijón de la angustia y la tristeza; la infamia, el
menosprecio y las injurias apenarán nuestro corazón; al morir nuestros
parientes y amigos lloraremos, como es ley de la naturaleza. Pero siempre
vendremos a parar a esta conclusión: Dios lo ha querido así; sigamos, pues, su
voluntad. Más aún, es necesario que este pensamiento penetre en las mismas
punzadas del dolor, en los gemidos y las lágrimas, e incline y mueva nuestro
corazón a sufrir alegremente todas aquellas cosas que de esa manera lo
entristecen.
11. DIFERENCIA
ENTRE LA PACIENCIA CRISTIANA Y LA DE LOS FILÓSOFOS
Más como hemos
asentado que la causa principal para soportar y llevar la cruz es la
consideración de la voluntad divina, es preciso exponer la diferencia entre la
paciencia cristiana y la paciencia filosófica.
Es evidente que
fueron muy pocos los filósofos que se remontaron hasta comprender que los
hombres son probados por la mano de Dios con aflicciones, y que, en consecuencia,
estaban obligados a obedecerle respecto a ello. Y aun los que llegaron a ello
no dan otra razón, sino que así era necesario. Ahora bien, ¿qué significa esto,
sino que debemos ceder a Dios, puesto que sería inútil resistirle? Pero si
obedecemos a Dios solamente porque no hay más remedio y no es posible otra
cosa, si pudiéramos evitarlo, no le obedeceríamos. Por eso la Escritura nos
manda que consideremos en la voluntad de Dios otra cosa muy distinta; a saber,
primeramente su justicia y equidad, y luego el cuidado que tiene de nuestra
salvación
De ahí que las
exhortaciones cristianas son como siguen: ya sea que nos atormente la pobreza,
el destierro, la cárcel, la ignominia, la enfermedad, la pérdida de los
parientes y amigos, o cualquier otra cosa, debemos pensar que ninguna de estas
cosas nos acontece, si no es por disposición y providencia de Dios. Además de
esto, que Dios no hace cosa alguna sin un orden y acierto admirable. ¡Como si
los innumerables pecados que a cada momento cometemos no merecieran ser
castigados mucho más severamente y con castigos mucho más rigurosos que los que
su clemencia nos envía! ¡Como si no fuera perfectamente razonable que nuestra
carne sea dominada y sometida bajo el yugo, para que no se extravíe en la
concupiscencia conforme a su impulso natural! ¡Como si no merecieran la
justicia y la verdad de Dios, que padezcamos por ellas! Y si la justicia de
Dios resplandece luminosamente en todas nuestras aflicciones, no podemos
murmurar o rebelamos contra ella sin caer en una gran iniquidad.
Aquí no oímos ya
aquella fría canción de los filósofos: es necesario obedecer, porque no podemos
hacer otra cosa. Lo que oímos es una disposición viva y eficaz: debemos
obedecer, porque resistir es una gran impiedad; debemos sufrir con paciencia, porque
la impaciencia es una obstinada rebeldía contra la justicia de Dios.
Además, como no
amamos de veras sino lo que sabemos que es bueno y agradable, también en este
aspecto nos consuela nuestro Padre misericordioso, diciéndonos que al afligimos
con la cruz piensa y mira por nuestra salvación. Si comprendemos que las
tribulaciones nos son saludables, ¿por qué no aceptarlas con una disposición de
ánimo serena y sosegada? Al sufrirlas pacientemente no nos sometemos a la
necesidad; antes bien procuramos nuestro bien.
Estas
consideraciones hacen que cuanto más metido se ve nuestro corazón en la cruz
con el sentimiento natural del dolor y la amargura, tanto más se ensancha por
el gozo y la alegría espiritual. De ahí se sigue también la acción de gracias,
que no puede estar sin el gozo. Por tanto, si la alabanza del Señor y la acción
de gracias sólo pueden proceder de un corazón alegre y contento, y nada en el
mundo puede ser obstáculo a ellas, es evidente cuán necesario resulta templar
la amargura de la cruz con el gozo y la alegría espirituales.
CAPÍTULO IV
LA
MEDITACIÓN DE LA VIDA FUTURA
1. PARA QUE ASPIREMOS A LA VIDA FUTURA, EL SEÑOR NOS CONVENCE DE LA VANIDAD
DE LA VIDA PRESENTE
Por tanto, sea
cual sea el género de tribulación que nos aflija, siempre debemos tener
presente este fin: acostumbrarnos a menospreciar esta vida presente, y de esta
manera incitarnos a meditar en la vida futura. Porque como el Señor sabe muy
bien hasta qué punto estamos naturalmente inclinados a amar este mundo con un
amor ciego y brutal, aplica un medio aptísimo para apartarnos de él y despertar
nuestra pereza, a fin de que no nos apeguemos excesivamente a este amor.
Ciertamente no
hay nadie entre nosotros que no desee ser tenido por hombre que durante toda su
vida suspira, anhela y se esfuerza en conseguir la inmortalidad celestial.
Porque nos avergonzarnos de no superar en nada a los animales brutos, cuyo
estado y condición en nada sería de menor valor que el nuestro, si no nos
quedase la esperanza de una vida inmarcesible después de la muerte. Más, si nos
ponemos a examinar los propósitos, las empresas, los actos y obras de cada uno
de nosotros, no veremos en todo ello más que tierra. Y esta necedad proviene de
que nuestro entendimiento se ciega con el falaz resplandor de las riquezas, el
poder y los honores, que le impiden ver más allá. Asimismo el corazón, lleno de
avaricia, de ambición y otros deseos, se apega a ellos y no puede mirar más
alto. Finalmente, toda nuestra alma enredada y entretenida por los halagos y
deleites de la carne busca su felicidad en la tierra.
El Señor, para
salir al paso a este mal, muestra a los suyos la vanidad de la vida presente,
probándolos de continuo con diversas tribulaciones. Para que no se prometan en
este mundo larga paz y reposo, permite que muchas veces se vean atormentados y
acosados por guerras, tumultos, robos y otras molestias y trabajos. Para que no
se les vayan los ojos tras de las riquezas caducas y vanas los hace pobres, ya
mediante el destierro, o con la esterilidad de La tierra, con el fuego y otros
medios; o bien los mantiene en la mediocridad. Para que no se entreguen
excesivamente a los placeres conyugales, les da mujeres rudas o testarudas que
los atormenten; o los humilla, dándoles hijos desobedientes y malos, o les quita
ambas cosas. Y Si los trata benignamente en todas estas cosas, para que no se
Llenen de vanagloria, o confíen excesivamente en sí mismos, les advierte con
enfermedades y peligros, y les pone ante los ojos cuan inestables, caducos y
vanos son todos los bienes que están sometidos a mutación.
Por tanto,
aprovecharemos mucho en la disciplina de la cruz, si comprendemos que esta
vida, considerada en si misma, está llena de inquietud, de perturbaciones, y de
toda clase de tribulaciones y calamidades, y que por cualquier lado que la
consideremos no hay en ella felicidad; que todos sus bienes son inciertos,
transitorios, vanos y mezclados de muchos males y sinsabores. Y así concluimos
que aquí en la tierra no debemos buscar ni esperar más que lucha; y que debemos
levantar los ojos al cielo cuando se trata de conseguir la victoria y la
corona. Porque es completamente cierto que jamás nuestro corazón se moverá a
meditar en la vida futura y desearla, sin que antes haya aprendido a
menospreciar esta vida presente.
2. PARA QUE NO AMEMOS EXCESIVAMENTE ESTA TIERRA, EL SEÑOR NOS HACE LLEVAR
AQUÍ NUESTRA CRUZ
Porque entre
estas dos cosas no hay medio posible; o no hacemos caso en absoluto de los
bienes del mundo, o por fuerza estaremos ligados a ellos por un amor desordenado.
Por ello, Si tenemos en algo la eternidad, hemos de procurar con toda
diligencia desprendernos de tales lazos. Y como esta vida posee numerosos
halagos para seducirnos y tiene gran apariencia de amenidad, gracia y suavidad,
es preciso que una y otra vez nos veamos apartados de ella, para no ser
fascinados por tales halagos y lisonjas. Porque, ¿qué sucedería si gozásemos
aquí de una felicidad perenne y todo sucediese conforme a nuestros deseos,
cuando incluso zaheridos con tantos estímulos y tantos males, apenas somos
capaces de reconocer la miseria de esta vida? No solamente los sabios y doctos
comprenden que la vida del hombre es como humo, o como una sombra, sino que
esto es tan corriente incluso entre el vulgo y la gente ordinaria, que ya es
proverbio común. Viendo que era algo muy necesario de saberse, lo han celebrado
con dichos y sentencias famosas.
Sin embargo,
apenas hay en el mundo una cosa en la que menos pensemos y de la que menos nos
acordemos. Todo cuanto emprendemos lo hacemos como si fuéramos inmortales en
este mundo. Si vemos que llevan a alguien a enterrar, o pasamos junto a un
cementerio, como entonces se nos pone ante los ojos la imagen de la muerte, hay
que admitir que filosofamos admirablemente sobre la vanidad de la vida
presente. Aunque ni aun esto lo hacemos siempre; porque la mayoría de las veces
estas cosas nos dejan insensibles; pero cuando acaso nos conmueven, nuestra
filosofía no dura más que un momento; apenas volvemos la espalda se desvanece,
sin dejar en pos de si la menor huella en nuestra memoria; y al fin, se olvida,
ni más ni menos que el aplauso de una farsa que agradó al público. Olvidados,
no solo de la muerte, sino hasta de nuestra mortal condición, como Si jamás
hubiésemos oído hablar de tal cosa, recobramos una firme confianza en nuestra
inmortalidad terrena. Y si alguno nos trae a la memoria aquel dicho: que el
hombre es un animal efímero, admitimos que es así; pero lo confesamos tan sin
consideración ni atención, que la imaginación de perennidad permanece a pesar de
todo arraigada en nuestros corazones.
Por tanto,
¿quién negará que es una cosa muy necesaria para todos, no que seamos
amonestados de palabra, sino convencidos con todas las pruebas y experiencias
posibles de lo miserable que es el estado y condición de la vida futura.
presente, puesto que aun convencidos de ello, apenas si dejamos de admirarla y
sentirnos estupefactos, como si contuviese la suma de la felicidad? Y si es
necesario que Dios nos instruya, también será deber nuestro escucharle cuando
nos llama y sacude nuestra pereza, para que menospreciemos de veras el mundo, y
nos dediquemos con todo el corazón a meditar en la vida futura.
3. SIN
EMBARGO, NO DEBEMOS ABORRECER ESTA VIDA, QUE LLEVA Y ANUNCIA LAS SEÑALES DE LA
BONDAD DE DIOS
No obstante, el
menosprecio de esta vida, que han de esforzarse por adquirir los fieles, no ha
de engendrar odio a la misma, ni ingratitud para con Dios. Porque esta vida,
por más que esté llena de infinitas miserias, con toda razón se cuenta entre
las bendiciones de Dios, que no es licito menospreciar. Por eso, si no
reconocemos en ella beneficio alguno de Dios, por el mismo hecho nos hacemos
culpables de enorme ingratitud para con Él. Especialmente debe servir a los
fieles de testimonio de la buena voluntad del Señor, pues toda está concebida,
y destinada a promover su salvación y hacer que se desarrolle sin cesar. Porque
el Señor, antes de mostrarnos claramente la herencia de la gloria eterna,
quiere demostrarnos en cosas de menor importancia que es nuestro Padre; a saber,
en los beneficios que cada día distribuye entre nosotros.
Por ello, si
esta vida nos sirve para comprender la bondad de Dios, ¿hemos de considerarla
como si no hubiese en ella el menor bien del mundo? Debemos, pues, revestirnos
de este afecto y sentimiento, teniéndola por uno de los dones de la divina
benignidad, que no deben ser menospreciados. Porque, aunque no hubiese
numerosos y claros testimonios de la Escritura, la naturaleza misma nos exhorta
a dar gracias al Señor por habernos creado, por conservarnos y concedernos
todas las cosas necesarias para vivir en ella, Y esta razón adquiere mucha
mayor importancia, si consideramos que con ella en cierta manera somos
preparados para la gloria celestial. Porque el Señor ha dispuesto las cosas de
tal manera, que quienes han de ser coronados en el cielo luchen primero en la
tierra, a fin de que no triunfen antes de haber superado las dificultades y
trabajos de la batalla, y de haber ganado la victoria.
Hay, además,
otra razón, y es que nosotros comenzamos aquí a gustar la dulzura de su
benignidad con estos beneficios, a fin de que nuestra esperanza y nuestros
deseos se exciten a apetecer la revelación perfecta. Cuando estemos bien
seguros de que es un don de la clemencia divina que vivamos en esta vida presente,
y que le estamos obligados por ello, debiendo recordar este beneficio
demostrándole nuestra gratitud, entonces será el momento oportuno para entrar
dentro de nosotros mismos a considerar la mísera condición en que nos hallamos,
para desprendernos del excesivo deseo de ella; al cual, como hemos dicho,
estamos naturalmente tan inclinados.
4. LO QUE QUITAMOS A LA ESTIMA DE LA VIDA PRESENTE LO TRANSFERIMOS AL DESEO
DE LA VIDA CELESTIAL
Ahora bien, todo
el amor desordenado de la vida de que nos desprendamos, hemos de añadirlo al
deseo de una vida mejor, que es la celestial.
Admito que
quienes han pensado que el sumo bien nuestro es no haber nacido, y luego
morirse cuanto antes, han tenido un excelente parecer según el humano sentir.
Porque teniendo en cuenta que eran gentiles privados de la luz de la verdadera
religión, ¿qué podían ver en este mundo, que no fuese oscuro e infeliz?
Igualmente, no andaban tan descaminados los escitas, que solían llorar en el
nacimiento de sus hijos, y se regocijaban cuando enterraban a alguno de sus
parientes o amigos. Pero esto de nada les servía, porque al faltarles la
verdadera doctrina de la fe, no veían de qué manera lo que de por sí no es una
felicidad ni digno de ser apetecido, se convierte en bien para los fieles. Por
eso, el final de sus reflexiones era la desesperación.
El blanco, pues,
que han de perseguir los fieles en la consideración de esta vida mortal será,
al ver que no hay en ella más que miseria, dedicarse completamente con alegría
y diligencia en meditar en aquella otra vida futura y eterna. Cuando hayan
llegado a esta comparación, para bien suyo no podrán por menos que
desentenderse de la primera, e incluso despreciarla del todo, y no tenerla en
ninguna estima respecto a la segunda. Porque si el cielo es su patria, ¿qué
otra cosa será la tierra sino un destierro? Si partir de este mundo es entrar
en la vida, ¿qué otra cosa es el mundo sino un sepulcro; y qué otra cosa
permanecer en él, sino estar sumido en la muerte? Si ser liberados del cuerpo
es ser puestos en perfecta libertad, ¿qué otra cosa será el cuerpo más que una
cárcel? Si gozar de la presencia de Dios es la suma felicidad, ¿no será una
desgracia carecer de ella? Ciertamente, “entretanto que estamos en el cuerpo,
estamos ausentes del Señor” (2 Cor. 5,6). Por tanto, si la vida terrena se
compara con la celestial, no hay duda que fácilmente será menospreciada y
tenida por estiércol. Es cierto que jamás la debemos aborrecer, sino solamente
en cuanto nos tiene sujetos al pecado; aunque, propiamente ni siquiera este
odio debe dirigirse contra ella.
Sea de ello lo
que quiera, debemos sentir hastío de ella de tal manera que, deseando que se
termine, estemos preparados sin embargo a vivir en ella todo el tiempo que el
Señor tuviere a bien, para que de esta manera el fastidio no se con vierta en
murmuración e impaciencia. Porque ella es como una estancia en la que el Señor
nos ha colocado; y debemos permanecer en ella hasta que vuelva a buscarnos.
También san Pablo lamenta su suerte y condición por verse como encadenado en la
prisión de su cuerpo mucho más tiempo del que deseaba, y suspira ardientemente
por el momento de verse liberado (Rom. 7,24); sin embargo, para obedecer al
mandato de Dios protesta que está preparado para lo uno o lo otro, porque se
reconocía como deudor de Dios, cuyo nombre debía glorificar, fuese con la vida
o con la muerte (Flp. 1,23-24). Pero propio es del Señor disponer lo que más
conviene a su gloria. Por tanto, si debemos vivir y morir por Él (Flp. 1,20),
dejemos a su juicio el fin de nuestra muerte y de nuestra vida; de tal manera,
sin embargo, que de continuo estemos poseídos por un vivo deseo de morir, y
meditemos en ello, menospreciando esta vida mortal en comparación con la
inmortalidad futura, y deseemos renunciar a ella siempre que el Señor lo
dispusiere, porque ella nos tiene sometidos a la servidumbre del pecado.
5. EL
CRISTIANO NO DEBE TEMER LA MUERTE, SINO DESEAR LA RESURRECCIÓN Y LA GLORIA
Es una cosa
monstruosa que muchos que se jactan de ser cristianos, en vez de desear la muerte,
le tienen tal horror, que tan pronto como oyen hacer mención de ella, se echan
a temblar, como si la muerte fuese la mayor desventura que les pudiese
acontecer. No es extraño que nuestro sentimiento natural sienta terror al oír
que nuestra alma ha de separarse del cuerpo. Pero lo que no se puede consentir
es que no haya en el corazón de un cristiano la luz necesaria para vencer este
temor, sea el que sea, con un consuelo mayor. Porque si consideramos que el
tabernáculo de nuestro cuerpo, que es inestable, vicioso, corruptible y caduco,
es destruido para ser luego restaurado en una gloria perfecta, permanente,
incorruptible y celestial, ¿cómo no ha de llevarnos la fe a apetecer
ardientemente aquello que nuestra naturaleza detesta? Si consideramos que por
la muerte somos liberados del destierro en que yacíamos, para habitar en
nuestra patria, que es la gloria celestial, ¿no ha de procurarnos esto ningún
consuelo?
Alguno objetará
que no hay cosa que no desee permanecer en su ser. También yo lo admito; y por
eso mantengo que debemos poner nuestros ojos en la inmortalidad futura en la
cual hallaremos nuestra condición inmutable; lo cual nunca lograremos mientras
vivamos en este mundo. Y muy bien enseña san Pablo a los fieles que deben ir
alegremente a la muerte; no porque quieran ser desnudados, sino revestidos (2
Cor. 5,4). Los animales brutos, las mismas criaturas insensibles, y hasta los
maderos y las piedras tienen como un cierto sentimiento de su vanidad y
corrupción, y están esperando el día de la resurrección para verse libres de su
vanidad juntamente con los hijos de Dios (Rom. 8,19-21); y nosotros, dotados de
luz natural, e iluminados además con el Espíritu de Dios, cuando se trata de
nuestro ser, ¿no levantaremos nuestro espíritu por encima de la podredumbre de
la tierra?
Más no es mi
intento tratar aquí de una perversidad tan grande. Ya al principio declaré que
no quería tratar cada materia en forma de exhortación y por extenso. A hombres
como éstos, tímidos y de poco aliento, les aconsejaría que leyeran el librito
de san Cipriano que tituló De la Inmortalidad, si es que necesitan que se les
remita a los filósofos; para que viendo el menosprecio de la muerte que ellos
han demostrado, comiencen a avergonzarse de sí mismos.
Debemos, pues,
tener como máxima que ninguno ha adelantado en la escuela de Cristo, si no
espera con gozo y alegría el día de la muerte y de la última resurrección. San
Pablo dice que todos los fieles llevan esta marca (2 Tim. 4, 8); y la Escritura
tiene por costumbre siempre que quiere proponernos un motivo de alegría,
recordarnos: Alegraos, dice el Señor, y levantad vuestras cabezas, porque se
acerca vuestra redención (Lc. 21, 28). ¿Es razonable, pregunto yo, que lo que
el Señor quiso que engendrara en nosotros gozo y alegría, no nos produzca más
que tristeza y decaimiento? Y si ello es así, ¿por qué nos gloriamos de El,
como si aún fuese nuestro maestro, y nosotros sus discípulos? Volvamos, pues,
en nosotros mismos; y por más que el ciego e insensato apetito de nuestra carne
se oponga, no dudemos en desear la venida del Señor como la cosa más feliz que
nos puede acontecer; y no nos contentemos simplemente con desear, sino
aspiremos también a ella con gemidos y suspiros. Porque sin duda vendrá como
Redentor; y después de habernos sacado de profundo abismo de toda clase de
males y de miserias, nos introducirá en aquella bienaventurada herencia de vida
y de su gloria.
6. APORTEMOS NUESTRA MIRADA DE LOS COSAS VISIBLES, PARA DIRIGIRLA LAS
INVISIBLES
Es cierto que
todos los fieles, mientras viven en este mundo, deben ser como ovejas
destinadas al matadero (Rom. 8, 36), a fin de ser semejantes a Cristo, su
Cabeza. Serían, pues, infelicísimos, si no levantasen su mente al cielo para
superar cuanto hay en el mundo y trascender la perspectiva de todas las cosas
de esta vida.
Lo contrario
ocurre una vez que han levantado su cabeza por encima de todas las cosas
terrenas, aunque contemplen las abundantes riquezas y los honores de los
impíos, que viven a su placer y con toda satisfacción, muy ufanos con la
abundancia y la pompa de cuanto pueden desear, y sobrenadando en deleites y
pasatiempos. Más aún: si los fieles se ven tratados inhumanamente por los
impíos, cargados de afrentas y vejados con toda clase de ultrajes, aun entonces
les resultará fácil consolarse en medio de tales males. Porque siempre tendrán
delante de sus ojos aquel día, en el cual ellos están seguros que el Señor
recibirá a sus fieles en el descanso de su reino, y enjugando todas las
lágrimas de sus ojos los revestirá con la túnica de la gloria y de la alegría,
y los apacentará con una inenarrable suavidad de deleites, y los elevará hasta
su grandeza, haciéndolos, finalmente, partícipes de su bienaventuranza (Is. 25,
8; Ap. 7, 17). Por el contrario, arrojará de su lado a los impíos que hubieren
brillado en el mundo, con suma ignominia de ellos; trocará sus deleites en
tormentos; su risa y alegría en llanto y crujir de dientes; su paz se verá
perturbada con el tormento y la inquietud de conciencia; castigará su molicie
con el fuego inextinguible, y pondrá su cabeza bajo los pies de los fieles, de
cuya paciencia abusaron. “Porque”, como dice san Pablo, “es justo delante de
Dios pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros que sois
atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús
desde el cielo con los ángeles de su poder” (2 Tes. 1, 6-7).
Éste es,
ciertamente, nuestro único consuelo. Si se nos quita, por fuerza
desfalleceremos, o buscaremos consuelos vanos, que han de ser la causa de
nuestra perdición. Porque el Profeta mismo confiesa que sus pies vacilaron y
estuvo para caer, mientras persistió más de lo conveniente en considerar la
prosperidad de los impíos; y nos asegura que no pudo permanecer firme y en pie
hasta que, entrando en el Santuario del Señor, se puso a considerar cuál habla
de ser el paradero de los buenos, y cuál el fin de los malvados (Sal. 73,2-3.
17.-20).
En una palabra:
la cruz de Cristo triunfa de verdad en el corazón de los fieles contra el
Diablo, contra la carne, contra el pecado y contra los impíos, cuando vuelven
sus ojos para contemplar la potencia de su resurrección.
CAPITULO V
COMO HAY
QUE USAR DE LA VIDA PRESENTE Y DE SUS MEDIOS
1. PARA EVITAR
LA AUSTERIDAD O LA INTEMPERANCIA, SE REQUIERE UNA DOCTRINA ACERCA DEL USO DE
LOS BIENES TERRENOS
Con esta misma
lección la Escritura nos instruye muy bien acerca del recto uso de los bienes
temporales; cosa que ciertamente no se ha de tener en poco cuando se trata de
ordenar debidamente nuestra manera de vivir. Porque si hemos de vivir, es
también necesario que nos sirvamos de los medios necesarios para ello. Y ni
siquiera podemos abstenernos de aquellas cosas que parecen más bien aptas para
proporcionar satisfacción, que para remediar una necesidad. Hemos, pues, de
tener una medida, a fin de usar de ellas con pura y sana conciencia, ya sea por
necesidad, ya por deleite.
Esta medida nos
la dicta el Señor al enseñarnos que la vida presente es una especie de
peregrinación para los suyos mediante la cual se encaminan al reino de los
cielos. Si es preciso que pasemos por la tierra, no hay duda que debemos usar
de los bienes de la tierra en la medida en que nos ayudan a avanzar en nuestra
carrera y no le sirven de obstáculo. Por ello, no sin motivo advierte san Pablo
que usemos de este mundo, como si no usáramos de él; que adquiramos posesiones,
con el mismo ánimo con que se venden (1 Cor.7, 31). Mas, como esta materia
puede degenerar en escrúpulos, y hay peligro de caer en un extremo u otro,
procuremos asegurar bien el pie para no correr riesgos.
Ha habido
algunos, por otra parte buenos y santos, que viendo que la intemperancia de los
hombres se desata como a rienda suelta si no se la refrena con severidad, y
deseando poner remedio a tamaño mal, no permitieron a los hombres el uso de los
bienes temporales sino en cuanto lo exigía la necesidad, lo cual decidieron
porque no velan otra solución. Evidentemente este consejo procedía de un buen
deseo; pero pecaron de excesivamente rigurosos. Su determinación era muy
peligrosa, ya que ligaban la conciencia mucho más estrechamente de lo que
requería la Palabra de Dios. En efecto, afirman que obramos conforme a la
necesidad cuando nos abstenemos de todas aquellas cosas sin las cuales podemos
pasar. Según esto, apenas nos seria lícito mantenernos más que de pan y agua.
En algunos, la austeridad ha llegado aún más adelante, según se cuenta de
Crates de Tebas, quien arrojó sus riquezas al mar, pensando que si no las
destruía, ellas hablan de destruirlo a él.
Por el
contrario, son muchos los que en el día de hoy, buscando cualquier pretexto
para excusar su intemperancia y demasía en el uso de estas cosas externas, y
poder dejar que la carne se explaye a su placer, afirman como cosa cierta, que
de ningún modo les concedo, que la libertad no se debe limitar por reglas de
ninguna clase, y que hay que permitir que cada uno use de las cosas según su
conciencia y conforme a él le pareciere licito.
Admito que no
debemos, ni podemos, poner reglas fijas a la conciencia respecto a esto. Sin
embargo, como la Escritura nos da reglas generales sobre su uso legítimo, ¿por
qué éste no va a regularse por ellas?
2. DEBEMOS
USAR DE TODAS LAS COSAS SEGÚN EL FIN PARA EL CUAL DIOS LAS HA CREADO
El primer punto
que hay que sostener en cuanto a esto es que el uso de los dones de Dios no es
desarreglado cuando se atiene al fin para el cual Dios los creó y ordenó, ya
que El los ha creado para bien, y no para nuestro daño. Por tanto nadie
caminará más rectamente que quien con diligencia se atiene a este fin.
Ahora bien, si
consideramos el fin para el cual Dios creó los alimentos, veremos que no
solamente quiso proveer a nuestro mantenimiento, 5mb que también tuvo en cuenta
nuestro placer y satisfacción. Así, en los vestidos, además de la necesidad,
pensó en el decoro y la honestidad. En las hierbas, los árboles y las frutas,
además de la utilidad que nos proporcionan, quiso alegrar nuestros ojos con su
hermosura, añadiendo también la suavidad de su olor. De no ser esto así, el
Profeta no cantarla entre los beneficios de Dios, que “el vino alegra el
corazón del hombre”, y “el aceite hace brillar el rostro” (Sal. 104, 14). Ni la
Escritura, para engrandecer su benignidad, mencionarla a cada paso que El dio
todas estas cosas a los hombres. Las mismas propiedades naturales de las cosas
muestran claramente la manera como hemos de usar de ellas, el fin y la
medida.
¿Pensamos que el
Señor ha dado tal hermosura a las flores, que espontáneamente se ofrecen a la
vista; y un olor tan suave que penetra los sentidos, y que sin embargo no nos
es lícito recrearnos con su belleza y perfume? ¿No ha diferenciado los colores
unos de otros de modo que unos nos procurasen mayor placer que otros? ¿No ha
dado él una gracia particular al oro, la plata, el marfil y el mármol, con la
que los ha hecho más preciosos y de mayor estima que el resto de los metales y
las piedras? ¿No nos ha dado, finalmente, innumerables cosas, que hemos de
tener en gran estima, sin que nos sean necesarias?
3. CUATRO
REGLAS SIMPLES
Prescindamos,
pues, de aquella inhumana filosofía que no concede al hombre más uso de las
criaturas de Dios que el estrictamente necesario, y nos priva sin razón del
lícito fruto de la liberalidad divina, y que solamente puede tener aplicación
despojando al hombre de sus sentidos y reduciéndolo a un pedazo de
madera.
Mas, por otra
parte, con no menos diligencia debemos salir al paso de la concupiscencia de la
carne, a la cual, si no se le hace entrar en razón, se desborda sin medida, y
que, según hemos expuesto, también tiene sus defensores, quienes so pretexto de
libertad, le permiten cuanto desea.
1º. EN TODO, DEBEMOS CONTEMPLAR AL CREADOR,
Y DARLE GRACIAS
La primera regla
para refrenarla será: todos los bienes que tenemos los creó Dios a fin de que
le reconociésemos como autor de ellos, y le demos gracias por su benignidad
hacia nosotros. Pero, ¿dónde estará esta acción de gracias, si tomas tanto
alimento o bebes vino en tal cantidad, que te atonteces y te inutilizas para
servir a Dios y cumplir con los deberes de tu vocación? ¿Cómo vas a demostrar
tu reconocimiento a Dios, si la carne, incitada por la excesiva abundancia a
cometer torpezas abominables, infecta el entendimiento con su suciedad, hasta
cegarlo e impedirle ver lo que es honesto y recto? ¿Cómo vamos a dar gracias a
Dios por habernos dado los vestidos que tenemos, si usamos de ellos con tal
suntuosidad, que nos llenamos de arrogancia y despreciamos a los demás; si hay
en ellos tal coquetería, que los convierte en instrumento de pecado? ¿Cómo,
digo yo, vamos a reconocer a Dios, si nuestro entendimiento está absorto en
contemplar la magnificencia de nuestros vestidos? Porque hay muchos que de tal
manera emplean sus sentidos en los deleites, que su entendimiento está
enterrado. Muchos se deleitan tanto con el mármol, el oro y las pinturas, que
parecen trasformados en piedras, convertidos en oro, o semejantes a las
imágenes pintadas. A otros de tal modo les arrebata el aroma de la cocina y la
suavidad de otros perfumes, que son incapaces de percibir cualquier olor
espiritual. Y lo mismo se puede decir de las demás cosas.
Es, por tanto,
evidente, que esta consideración refrena hasta cierto punto la excesiva
licencia y el abuso de los dones de Dios, confirmando la regla de Pablo de no
hacer caso de los deseos de la carne (Rom. 13,14); los cuales, si se les
muestra indulgencia, se excitan sin medida alguna.
4. 2º. SEGUNDA
REGLA
Pero no hay
camino más seguro ni más corto que el desprecio de la vida presente y la asidua
meditación de la inmortalidad celestial. Porque de ahí nacen dos reglas.
La primera es
que quienes disfrutan de este mundo, lo hagan como si no disfrutasen; los que
se casan, como si no se casasen; los que compran, como si no comprasen, como
dice san Pablo (1 Cor. 7,29-31).
La segunda, que
aprendamos a sobrellevar la pobreza con no menor paz y paciencia que si
gozásemos de una moderada abundancia.
A. USEMOS DE ESTE MUNDO COMO SI NO USÁRAMOS DE ÉL. El que manda que usemos de este mundo como si no
usáramos, no solamente corta y suprime toda intemperancia en el comer y en el
beber, todo afeminamiento, ambición, soberbia, Fausto y descontrol, tanto en la
mesa como en los edificios y vestidos; sino que corrige también toda solicitud
o afecto que pueda apartarnos de contemplar la vida celestial y de adornar
nuestra alma con sus verdaderos atavíos. Admirable es el dicho de Catón, que
donde hay excesiva preocupación en el vestir hay gran descuido en la virtud;
como también era antiguamente proverbio común, que quienes se ocupan
excesivamente del adorno de su cuerpo apenas se preocupan de su alma.
Por tanto,
aunque la libertad de los fieles respecto a las cosas externas no debe ser
limitada por reglas o preceptos, sin embargo debe regularse por el principio de
que hay que regalarse lo menos posible; y, al contrario, que hay que estar muy
atentos para cortar toda superfluidad, toda yana ostentación de abundancia ¡tan
lejos deben estar de la intemperancia!, y guardarse diligentemente de convertir
en impedimentos las cosas que se les han dado para que les sirvan de
ayuda.
5. B.
SOPORTEMOS LA POBREZA; USEMOS MODERADAMENTE DE LA ABUNDANCIA
La otra regla
será que aquellos que tienen pocos recursos económicos, sepan sobrellevar con
paciencia su pobreza, para que no se vean atormentados por la envidia. Los que
sepan moderarse de esta manera, no han aprovechado poco en la escuela del
Señor. Por el contrario, el que en este punto no haya aprovechado nada,
difícilmente podrá probar que es discípulo de Cristo. Porque, aparte de que el
apetito y el deseo de las cosas terrenas va acompañado de otros vicios
numerosos, suele ordinariamente acontecer que quien sufre la pobreza con
impaciencia, muestra el vicio contrario en la abundancia. Quiero decir con esto
que quien se avergüenza de ir pobremente vestido, se vanagloriará de verse
ricamente ataviado; que quien no se contenta con una mesa frugal, se
atormentará con el deseo de otra más opípara y abundante; no se sabrá contener
ni usar sobriamente de alimentos más exquisitos, si alguna vez tiene que
asistir a un banquete; que quien con gran dificultad y desasosiego vive en una
condición humilde sin oficio ni cargo alguno público, éste, si llega a verse
constituido en dignidad y rodeado de honores, no podrá abstenerse de dejar ver
su arrogancia y orgullo.
Por tanto, todos
aquellos que sin hipocresía y de veras desean servir a Dios, aprendan, a
ejemplo del Apóstol, a estar saciados como a tener hambre (Flp. 4, 12);
aprendan a conducirse en la necesidad y en la abundancia.
3°. SOMOS
ADMINISTRADORES DE TOS BIENES DE DIOS
Además presenta
la Escritura una tercera regla, con la que modera el uso de las cosas terrenas.
Algo hablamos de ella al tratar de los preceptos de la caridad.’ Nos enseña que
todas las cosas nos son dadas por la benignidad de Dios y son destinadas a
nuestro bien y provecho, de forma que constituyen como un depósito del que un
día hemos de dar cuenta. Hemos, pues, de administrarlas como si de continuo
resonara en nuestros oídos aquella sentencia: “Da cuenta de tu mayordomía” (Lc.
16,2). Y a la vez hemos de recordar quién ha de ser el que nos pida tales
cuentas; a saber, Aquel que tanto nos encargó la abstinencia, la sobriedad, la
frugalidad y la modestia, y que detesta todo exceso, soberbia, ostentación y
vanidad; que no aprueba otra dispensación de bienes y hacienda, que la regulada
por la caridad; el que por su propia boca ha condenado ya todos los regalos y
deleites que apartan el corazón del hombre de la castidad y la pureza, o que
entontecen el entendimiento.
6. 4°. EN
TODOS LOS ACTOS DE LA VIDA DEBEMOS CONSIDERAR NUESTRA VOCACIÓN
Debemos finalmente
observar con todo cuidado, que Dios manda que cada uno de nosotros en todo
cuanto intentare tenga presente su vocación. Él sabe muy bien cuánta inquietud
agita el corazón del hombre, que la ligereza lo lleva de un lado a otro, y cuán
ardiente es su ambición de abrazar a la vez cosas diversas.
Por temor de que
nosotros con nuestra temeridad y locura revolvamos cuanto hay en el mundo, ha
ordenado a cada uno lo que debía hacer. Y para que ninguno pase temerariamente
sus límites, ha llamado a tales maneras de vivir, vocaciones. Cada uno, pues,
debe atenerse a su manera de vivir, como si fuera una estancia en la que el
Señor lo ha colocado, para que no ande vagando de un lado para otro sin
propósito toda su vida.
Esta distinción
es tan necesaria, que todas nuestras obras son estimadas delante de Dios por
ella; y con frecuencia de una manera muy distinta de lo que opinaría la razón
humana y filosófica. El acto que aun los filósofos reputan como el más noble y
el más excelente de todos cuantos se podrían emprender, es libertar al mundo de
la tiranía; en cambio, toda persona particular que atente contra el tirano es
abiertamente condenada por Dios. Sin embargo, no quiero detenerme en relatar
todos los ejemplos que se podrían aducir referentes a esto. Baste con entender
que la vocación a la que el Señor nos ha llamado es como un principio y
fundamento para gobernarnos bien en todas las cosas, y que quien no se someta a
ella jamás atinará con el recto camino para cumplir con su deber como debe.
Podrá hacer alguna vez algún acto digno de alabanza en apariencia; pero ese
acto, sea cual sea, y piensen de él los hombres lo que quieran, delante del
trono de la majestad divina no encontrará aceptación y será tenido en
nada.
En fin, si no
tenemos presente nuestra vocación como una regla permanente, no podrá existir
concordia y correspondencia alguna entre las diversas partes de nuestra vida.
Por consiguiente, irá muy ordenada y dirigida la vida de aquel que no se aparta
de esta meta, porque nadie se atreverá, movido de su temeridad, a intentar más
de lo que su vocación le permite, sabiendo perfectamente que no le es lícito ir
más allá de sus propios límites. El de condición humilde se contentará con su
sencillez, y no se saldrá de la vocación y modo de vivir que Dios le ha
asignado. A la vez, será un alivio, y no pequeño, en sus preocupaciones,
trabajos y penalidades, saber que Dios es su guía y su conductor en todas las
cosas. El magistrado se dedicará al desempeño de su cargo con mejor voluntad.
El padre de familia se esforzará por cumplir sus deberes. En resumen, cada uno
dentro de su modo de vivir, soportará las incomodidades, las angustias, los
pesares, si comprende que nadie Lleva más carga que la que Dios pone sobre sus
espaldas.
De ahí brotará
un maravilloso consuelo: que no hay obra alguna tan humilde y tan baja, que no
resplandezca ante Dios, y sea muy preciosa en su presencia, con tal que con
ella sirvamos a nuestra vocación.